Hay historias que deberían estar en boca de todos. Historias que deberían enseñarse en cada salón de clases.

Historias que deberían hacer vibrar el pecho de orgullo cada vez que alguien las menciona. Pero en México existe una

historia que fue enterrada, olvidada, borrada de los libros como si nunca

hubiera existido. 30 hombres volaron a través del infierno. Enfrentaron a un

enemigo despiadado a miles de kilómetros de casa. Y cuando regresaron

victoriosos, el tiempo simplemente los devoró. Esta es la historia del

Escuadrón 2011, las Águilas Aztecas que México decidió olvidar. Era mayo de 1942

y el mundo ardía en llamas. Europa había caído bajo las botas nazis. El Pacífico

se teñía de rojo con la sangre de soldados que caían como moscas ante la

maquinaria de guerra japonesa. Y México observaba desde la distancia, creyendo

que la guerra era un problema ajeno. Nuestro país mantenía una posición de

neutralidad que parecía intocable, una decisión política que nos había

mantenido al margen de los conflictos globales. Pero entonces llegó el despertar más

brutal que un país neutral podía experimentar. El 13 de mayo, frente a las costas de

Florida, un submarino alemán emergió de las profundidades como un demonio del

abismo y lanzó sus torpedos contra el potrero del llano, un barco petrolero

mexicano que navegaba tranquilamente llevando combustible a Estados Unidos.

La explosión fue devastadora. El buque se partió en dos como si fuera de papel.

Las llamas se elevaron hacia el cielo nocturno y 13 marineros mexicanos fueron

enviados al fondo del océano sin siquiera tener tiempo de comprender qué

los había golpeado. Sus cuerpos nunca fueron recuperados. Sus familias

recibieron telegramas que destrozaron sus vidas en segundos. Siete días

después, el 20 de mayo, cuando México todavía estaba procesando la primera

tragedia, el faja de oro corría la misma suerte. Otro torpedo alemán, otra

explosión que iluminó las aguas del Golfo de México, más marineros mexicanos

muertos por un enemigo que ni siquiera había tenido la decencia de declarar la

guerra formalmente. Los alemanes habían tomado una decisión calculada. Atacar

los buques petroleros mexicanos que abastecían a Estados Unidos era una

forma de debilitar al gigante del norte cortando sus líneas de suministro. Y si

México protestaba, ¿qué podía hacer realmente? Era un país

sin un ejército moderno, sin una marina de guerra significativa, sin recursos

para enfrentarse a la maquinaria militar más poderosa que Europa había producido.

Los alemanes apostaban a que México tragaría la humillación en silencio,

pero se equivocaron. Los ataques no terminaron ahí. El 26 de junio, el buque

Tuxpan fue torpedeado. Al día siguiente, el 27 de junio, en las Choapas sufrió el

mismo destino. El 27 de julio cayó el Oaxaca y el 4 de septiembre el Amatlán

fue enviado al fondo del mar. Seis buques mexicanos destruidos en 4 meses.

No era un accidente, no era un error de identificación, era una campaña deliberada de terror

contra México, diseñada para obligarnos a arrodillarnos ante las potencias del

eje o para castigarnos por ayudar a los aliados. La indignación en México fue inmediata y

visceral. En las calles de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey, la gente exigía

acción. Los periódicos publicaban fotografías de los marineros muertos, historias de viudas y huérfanos,

editoriales furiosos que preguntaban cuántos mexicanos más tenían que morir

antes de que el gobierno respondiera. El presidente Manuel Ávila Camacho

enfrentaba la decisión más difícil de su mandato. México nunca había enviado

tropas fuera del continente americano en toda su historia como nación independiente. La idea misma parecía

absurda, casi suicida. El país apenas estaba saliendo de la Revolución

Mexicana. Todavía tenía heridas abiertas, divisiones profundas, una

economía frágil. No teníamos los recursos ni la tecnología para

enfrentarnos a las máquinas de guerra más letales que la humanidad había creado. Los tanques alemanes habían

arrasado Francia en semanas. Los submarinos hundían barcos aliados más rápido de lo que podían ser construidos.

Los aviones japoneses dominaban los cielos del Pacífico. ¿Qué podía hacer

México contra eso? Pero había algo más profundo en juego, algo que iba más allá

de los cálculos militares o las consideraciones políticas. Era una cuestión de dignidad nacional. Los

alemanes habían matado mexicanos en aguas internacionales, habían atacado

buques civiles y si México no respondía, el mensaje sería claro para el mundo

entero. Podían pisotearnos sin consecuencias. El 22 de mayo de 1942,

México declaró la guerra a las potencias del eje. Fue un momento histórico, un

punto de inflexión que cambió la relación del país con el mundo. Pero

declarar la guerra y realmente pelear en ella son dos cosas completamente

diferentes. Estados Unidos, nuestro aliado más cercano, se opuso inicialmente a que

México enviara tropas. argumentaban que no teníamos el entrenamiento necesario,

que sería un desperdicio de recursos, que sería mejor si México contribuía de

otras formas, como enviando trabajadores para reemplazar a los soldados estadounidenses en las fábricas. Fue un

golpe al orgullo nacional, una sugerencia apenas velada de que México

no estaba a la altura de pelear junto a las grandes potencias.

Pero Ávila Camacho no se dejó intimidar. Si Estados Unidos no quería nuestras