“Lo enterré bajo la lluvia”
Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.
Daniela, su esposa, estaba deshecha. Lloraba abrazada a su bebé de apenas tres meses, y yo, creyéndome fuerte, la envolví con mis brazos, pensando que éramos dos mujeres partidas por el mismo rayo. Ella sin esposo, yo sin hijo. Las dos hechas polvo.
—¿Qué voy a hacer, señora Carmen? —me dijo entre sollozos—. No tengo familia, no tengo trabajo… no tengo nada.
Yo, como una tonta buena, le respondí con el corazón abierto:
—Tú tienes esta casa. Esta es tu familia ahora.
Aurelio, mi esposo, también la abrazó. Nos habíamos quedado sin Roberto, pero ella y el niño eran lo único que nos quedaba de él. Y como pend€j4, me aferré a eso.
Pasaron las semanas. Me convertí en madre de Daniela, en abuela de tiempo completo. Me levantaba antes del alba para prepararle el desayuno, lavarle la ropa, cuidarle al niño por las noches. Ella, con sus ojos grandes llenos de dolor, me decía que yo era un ángel. Y yo lo creía. Porque así se honra a un hijo muerto, ¿no? Amando lo que dejó atrás.
Pero el infierno se disfraza de familia a veces. Y los demonios entran por la puerta que uno deja abierta de par en par.
Daniela empezó a cambiar. Se pintaba los labios, se arreglaba demasiado para alguien en duelo. A mi esposo lo vi diferente: más atento, más… pegado a ella. A veces, al entrar a la sala, se callaban de golpe. Me decían que hablaban de Roberto, pero algo en mi estómago me decía que no. Algo podrido.
Fue un jueves cuando el mundo se me cayó encima. Volvía del mercado porque había olvidado la bolsa del mandado. Creí que la casa estaba vacía.
Pero no.
Los encontré en mi cama. En mi cama. Esa donde dormí treinta años con Aurelio. Ahí estaban, enredados, desnudos, sin pizca de vergüenza.
—¿¡QUÉ CHlNGAD0S ES ESTO!? —grité con todo el pecho.
Daniela se cubrió, pero no se escondió. Tenía en la cara una sonrisa cínica que me heló el alma. Y Aurelio… mi Aurelio… no fue capaz de sostenerme la mirada.
Me dijeron que fue el dolor, que fue la soledad, que fue el consuelo. Pero lo que yo vi fue traición. Una traición que no solo rompió mi matrimonio. Rompió la tumba de mi hijo.
Y como si eso no fuera suficiente, Daniela dijo las palabras que sellaron mi condena:
—Voy a tener otro hijo. De Aurelio. Cuatro meses de embarazo.
Los eché. O más bien, ellos me echaron. Me quitaron mi casa, me arrebataron a mi nieto. Se quedaron con todo. Y yo… a vivir con mi hermana, a llorar en una cama prestada, preguntándome en qué momento dejé de ver.
Aurelio murió meses después, infarto fulminante. Ni su pastillita azul lo salvó. Y en el hospital, en su lecho de muerte, me pidió perdón. Me dijo que la casa siempre fue mía, que Daniela solo lo usó. Que yo sí lo había amado de verdad.
Pero ya era tarde. Porque hay perdones que no reviven muertos ni curan traiciones.
Recuperé mi casa. Eché a Daniela a la calle, con sus dos hijos y su dignidad arrastrándose por el suelo. Nadie la ayudó. Ni una vecina, ni un amigo. Porque todos sabían que hay cosas que no se hacen. Que hay traiciones que no se perdonan.
Ahora vivo sola. Pero en paz. Con el altar de mi hijo lleno de flores frescas, y el corazón cicatrizado.
No hice justicia con mis manos. No grité más de lo necesario. No toqué puertas. Me senté a esperar. Porque el karma tarda, pero llega. Y lo hace con intereses.
Esta es mi historia. Y si la cuento no es por rencor, sino porque a veces, compartir el dolor es la única forma de dejarlo ir.
Soy Carmen Rodríguez. Y sí: sobreviví.
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