Durante 18 años, Elena llevó flores bajo la lluvia a una tumba fría, creyendo que

su hija había muerto al nacer, pero nunca imaginó que estaba llorando sobre

un ataúd lleno de piedras y que la niña por la que sufría estaba viva. El cielo

sobre la ciudad de San Gabriel estaba teñido de un gris plomiso, un color que

pesaba sobre el alma tanto como la lluvia helada que caía sin tregua sobre

el cementerio municipal. Era un 14 de noviembre, la fecha marcada a fuego y

ácido en el calendario de Elena. Hacía exactamente 18 años que su vida se había

detenido, el día en que debía haber celebrado la vida y en cambio recibió la

noticia de la muerte. Elena caminaba por el sendero de grava

mojada, sus tacones negros hundiéndose ligeramente en el barro, ignorando el

viento cortante que amenazaba con arrancar el paraguas de sus manos enguantadas.

El frío le mordía la piel, pero ella no lo sentía. Hacía años que el frío

habitaba dentro de su pecho, un invierno eterno que ninguna chimenea podía

calentar. Llevaba un ramo inmenso de lirios blancos, las flores favoritas de

Roberto, su difunto esposo, y las únicas que consideraba dignas para la tumba de

su hija Lucía. El aroma de los lirios se mezclaba con el olor a tierra mojada y

hojas podridas, creando una fragancia que a Elena les había nostalgia y

pérdida. La tumba estaba situada en una colina solitaria bajo la sombra de un

ciprés centenario que parecía llorar junto a ella, sus ramas goteando

rítmicamente sobre la piedra. La lápida de granito negro brillaba por

la humedad y las letras doradas. Lucía, un ángel que volvió al cielo antes de

tocar la tierra, parecían burlarse de ella con su brillo perfecto.

Elena se arrodilló sin importarle que el frío del suelo traspasara sus medias,

manchara su falda de diseño y calara sus huesos. Acarició la piedra fría como si fuera la

mejilla de la niña que nunca llegó a sostener. La niña cuyo llanto nunca escuchó, cuyo

calor nunca sintió. “Feliz cumpleaños, mi amor”, susurró Elena con la voz

quebrada por un soyo, que llevaba casi dos décadas atascado en su garganta. Una

herida que nunca cicatrizaba. 18 años. Hoy serías una mujer. Me

pregunto si tendrías los ojos de tu padre, esos ojos color miel que siempre

reían. Me pregunto si te gustaría la música, si tocarías el piano como él o

si serías testaruda y apasionada como yo. Perdóname. Perdóname por no haberte

protegido. Perdóname por sobrevivir cuando tú no pudiste. Soy una madre

incompleta, un cuerpo que respira sin corazón. Las lágrimas de Elena se mezclaban con

la lluvia, invisibles para el mundo, pero quemando su rostro detrás de ella,

resguardada bajo un paraguas de marca y envuelta en un abrigo de piel sintética

que valía más que la casa de cualquier trabajador promedio, Claudia suspiró con

una impaciencia apenas disimulada. Claudia era la hermana mayor, la mujer

de hierro, la que nunca lloraba, la que siempre calculaba. Miraba a su alrededor

con desagrado, arrugando la nariz, como si la tristeza del lugar pudiera manchar

sus botas de cuero italiano. “Elena, por el amor de Dios, levántate de ese lodo”,

dijo Claudia, su voz afilada cortando el momento de intimidad como un cuchillo.

“Llevamos aquí más de una hora. El coche está esperando con la calefacción

encendida y tengo una reunión con los abogados del fide comiso. A las 4. Te

vas a pescar una neumonía y sabes que el doctor Martínez ha sido muy claro sobre

tu estado de salud. Tu corazón es débil, Elena. No aguanta estas emociones

desbordadas. Es su cumpleaños, Claudia. Déjame en paz.

respondió Elena sin girarse, limpiando con delicadeza una hoja seca y marrón

que había caído sobre el nombre de su hija. Es lo único que puedo hacer por

ella, traerle flores y hablarle a una piedra muda. ¿No entiendes que es lo

único que me queda de Roberto? Que aquí abajo están los dos amores de mi vida.

Roberto está muerto. Elena murió en ese accidente antes de que ella naciera y la

niña murió al nacer. Fue una tragedia. Sí, nadie lo niega. Fue horrible. Pero

han pasado 18 años. 18. Tienes que dejar de vivir entre fantasmas. Estás

obsesionada. Y esa obsesión es enfermiza. Esa niña no existe. Nunca

existió más allá de un suspiro agónico en un quirófano. Tienes que centrarte en

lo que es real, la empresa, la herencia, mantener el apellido y el estatus. Si

sigues así, terminaremos perdiéndolo todo por tu depresión crónica. La gente

empieza a hablar, Elena. Dicen que has perdido la razón. Elena cerró los ojos.

sintiendo como las palabras de su hermana se clavaban como agujas infectadas, Claudia siempre había sido

pragmática, fría, cruelmente eficiente. Desde que Roberto murió en aquel

accidente de coche, apenas dos meses antes del parto, Claudia había tomado

las riendas de todo. Y cuando Elena despertó de la anestesia tras el parto

complicado, con los brazos vacíos y el alma rota en mil pedazos, fue Claudia

quien le dio la noticia. Fue Claudia quien organizó el entierro rápido,

cerrado. Fue Claudia quien le dijo con una voz falsamente suave que no viera el

cuerpo para no traumatizarse más, que recordara a la bebé como un sueño, no

como un cadáver. Elena, débil, medicada hasta la inoperancia y destrozada, había

obedecido. Había confiado en su propia sangre. El viaje de regreso a la mansión

fue silencioso y tenso, cargado de palabras no dichas. La lluvia golpeaba

los cristales del coche de lujo, creando una barrera líquida entre ellas y el