La Casa en la Colina

I. Infancia en la sombra

Arturo creció mirando hacia arriba. No solo porque la casa de su abuelo, Don Ernesto, estaba en lo alto de la colina, sino porque ahí vivía todo aquello que él nunca tuvo: un techo firme, paredes de ladrillo, ventanas que cerraban sin dejar entrar el viento helado. Desde su choza en la parte baja, hecha de madera vieja y láminas oxidadas, veía por las noches cómo brillaban las luces cálidas de esa casa como si fuera otro mundo.

Su padre había muerto cuando él apenas cumplía cinco años, dejando a su madre, doña Rosa, con la doble carga de ser madre y sostén económico. Ella vendía verduras en el mercado municipal, caminando kilómetros cada madrugada para conseguir mercancía fresca. Arturo, desde pequeño, aprendió a ayudar: cargaba costales, acomodaba la fruta, limpiaba hojas de lechuga marchitas. Nunca se quejaba, aunque las manos le dolieran o el estómago rugiera de hambre.

En cambio, Mateo, su primo y único nieto varón legítimo de Don Ernesto, vivía en la casa de la colina. Tenía ropa nueva cada temporada, zapatos lustrosos y un cuarto con escritorio y lámpara propia. Desde niños, Mateo aprendió que él era “el orgullo de la familia”, mientras que Arturo era apenas “el hijo de Rosa”.

Cuando había reuniones familiares, doña Rosa y Arturo subían la colina con un guisado sencillo para contribuir. Pero siempre se sentaban al final de la mesa, casi junto a la puerta de la cocina. Las conversaciones importantes ocurrían lejos de ellos. Y aunque Don Ernesto los saludaba cordialmente, todos notaban la diferencia: al nieto Mateo lo abrazaba con fuerza; a Arturo, apenas le daba una palmada en el hombro.

Berta, la tía política de Arturo, se encargaba de que la jerarquía quedara clara. “El hijo de Rosa es trabajador, sí, pero la familia es otra cosa”, solía decir, mirando de reojo a Arturo mientras servía los platos. Cada palabra quedaba clavada en el muchacho como una espina.


II. Años de silenciosa resistencia

Cuando Arturo terminó la secundaria, doña Rosa no pudo costearle la preparatoria. Él lo aceptó sin protestar. Empezó a trabajar como ayudante en un taller mecánico del pueblo, aprendiendo rápido a reparar bombas de agua, motocicletas y motores pequeños. Con el tiempo, sus manos se llenaron de cicatrices, pero también de destreza.

Mateo, en cambio, fue enviado a la capital para estudiar administración de empresas. Cada vez que volvía, llegaba en un coche diferente, con ropa elegante y un aire de superioridad. En las reuniones familiares, hablaba de “negocios”, “inversiones” y “contactos”. Algunos lo escuchaban con admiración; Arturo, en silencio, se dedicaba a limpiar los trastes o servir más refresco.

Doña Rosa, aunque nunca dijo nada, sentía una punzada de orgullo por el hijo que no presumía, que trabajaba doce horas diarias y aún así le traía flores del mercado cuando podía. “Tú vales más que todo su dinero, mijo”, le decía, acariciándole el cabello ya endurecido por el sol.

Pero Arturo también sentía un nudo en el pecho: no era envidia, sino una mezcla de resignación y el deseo callado de algún día ser visto como algo más que “el pobre de la familia”.


III. El llamado del abuelo

Un día, Don Ernesto enfermó gravemente. Tenía ya ochenta y cinco años, y los años de trabajo en el campo le habían dejado una tos seca y dolores en las articulaciones. Los médicos dijeron que necesitaba reposo absoluto. Fue entonces cuando Arturo recibió la llamada inesperada.

—Arturo… —la voz del abuelo sonaba quebrada— necesito que subas a la casa. Hay cosas que quiero decirte.

Sorprendido, Arturo dejó el taller y caminó hasta la colina. Al llegar, encontró al abuelo recostado en una mecedora, cubierto con una manta. Su mirada estaba más suave que de costumbre.

—Hijo… —dijo Don Ernesto, y esa palabra “hijo” retumbó diferente—. Yo he sido injusto. Tu padre fue un hombre bueno, y tú… tú has trabajado sin pedir nada a cambio. Quiero que sepas que no he olvidado eso.

Arturo no supo qué responder. Sintió un calor extraño en el pecho.

—Mañana vendrá el notario —continuó el abuelo—. Quiero que estés aquí.


IV. El día del testamento

La noticia corrió rápido. Mateo regresó de la capital en cuanto supo que el notario llegaría. Entró a la casa con un traje impecable, mirando a Arturo con una mezcla de sorpresa y desprecio.

—¿Tú qué haces aquí? —preguntó, sonriendo de lado.

—El abuelo me pidió que viniera —respondió Arturo, firme.

El salón estaba lleno de familiares. El notario, un hombre serio con gafas gruesas, abrió una carpeta y comenzó a leer.

—Yo, Ernesto Salgado, en pleno uso de mis facultades, dispongo lo siguiente: dejo la casa en la colina, el terreno y los ahorros a mi nieto Arturo, hijo de Rosa…

Un murmullo recorrió la sala. Mateo se incorporó de golpe.

—¡Esto es una broma! —exclamó—. ¡Yo soy el heredero natural!

El notario levantó una mano para imponer silencio y continuó leyendo:

—…porque ha demostrado con su vida, no con palabras, que sabe cuidar lo que se le confía. A mi nieto Mateo le dejo mi colección de relojes antiguos, con la esperanza de que aprenda a valorar el tiempo que ha perdido.

Mateo quedó pálido. Las tías se miraron entre sí, algunas con aprobación, otras con escándalo.


V. La carta final

Cuando todos se fueron, Don Ernesto llamó a Arturo a su habitación. Le entregó un sobre sellado.

—Es para ti. Léelo cuando esté todo en calma.

Esa noche, Arturo abrió la carta. El abuelo confesaba que siempre había sentido culpa por no ayudar más a doña Rosa después de la muerte de su hijo. Que había dejado que los prejuicios de la familia lo cegaran, y que veía en Arturo al hombre que su padre hubiera querido que fuera: honesto, trabajador y leal.

“Esta casa no es solo ladrillos y madera —escribía—, es mi manera de pedirte perdón.”


VI. Nuevos caminos

Con el tiempo, Arturo renovó la casa, pero también invitó a doña Rosa a vivir ahí. No olvidó sus raíces: cada mañana bajaba al mercado a saludar a los viejos amigos de su madre. Abrió un pequeño taller en la parte baja del terreno, dando empleo a jóvenes del pueblo.

Mateo, por su parte, vendió la colección de relojes para pagar deudas que había acumulado en la capital. No volvió a mirar a Arturo a los ojos, pero poco a poco entendió que su derrota no fue por trampa, sino por la vida misma que él nunca quiso vivir.

Don Ernesto murió meses después, tranquilo, sabiendo que su última decisión había corregido décadas de desigualdad.


En la colina, las luces de la casa seguían brillando de noche. Pero ahora, Arturo ya no las veía desde abajo.