Introducción: La Noche del Robo
La noche caía pesada sobre Ecatepec y el viento frío se colaba por las rendijas

de las láminas oxidadas del techo como cuchillos de hielo. En una pequeña casa
de cartón prensado y tabiques mal puestos, un olor a humedad y medicina vieja llenaba el aire mezclado con el
vapor ralo de una olla casi vacía sobre una parrilla eléctrica a punto de quemarse. En esa casa vivía Daniel
Herrera López, de 36 años, con su esposa Rosa María, de 34 y sus dos hijos,
Emiliano, de 8 años, y Sofi, de cinco. Daniel había sido ayudante de albañil
durante muchos años, pero desde hacía 6 meses estaba sin trabajo fijo, agarrando
solo dos o tres chambas mal pagadas por semana cuando había suerte. Esa noche tenía en la bolsa del pantalón solamente
27 pesos con50avos contados una y otra vez hasta que el
papel y las monedas parecían pesar toneladas. Emiliano tosió fuerte desde
el colchón delgado donde estaba acostado, cubierto apenas con una cobija rasgada de caricaturas ya descoloridas.
Su cara estaba caliente, sudaba y sus ojos brillaban con fiebre. En la mesita
de plástico junto a la cama había una cajita de cartón vacía, aplastada de
tantas veces que la habían abierto y cerrado con la esperanza de encontrar una pastilla más. “Mamá”, murmuró
Emiliano con la voz ronca, “me duele mucho la cabeza. Ya me vas a dar la
medicina.” Rosa tragó saliva sintiendo que una bola de fuego le quemaba la
garganta. sostuvo en su mano el frasquito de jarabe casi seco, inclinándolo una y otra vez para sacar
aunque fuera una gota más. Nada, ni una sola. “Ta ahorita, mi amor”, respondió
evitando mirarlo a los ojos. “Ya casi es hora. Nada más, nada más déjame ver.”
Pero los dos sabían la verdad. El médico del Seguro Popular les había dicho que el jarabe para la fiebre y la infección
era indispensable y que debían comprar la caja nueva esa misma semana porque el
niño no podía seguir con la temperatura tan alta. La receta seguía doblada dentro de una bolsa transparente
colgando de un clavo en la pared como un recordatorio cruel de lo que no podían
pagar. Daniel”, dijo Rosa en voz baja, acercándose a su esposo, que estaba
sentado en una silla de plástico con la mirada perdida en el piso de cemento áspero. “Ya no hay medicina. Se acabó
desde ayer en la noche. Emiliano está ardiendo.” Daniel apretó los puños hasta
que los nudillos se le pusieron blancos. “Lo sé”, susurró. Pregunté en la
farmacia de la esquina. Me dijeron que el frasco cuesta 210 pesos.
210 rosa. Ni juntando todo lo que tenemos llegamos a eso. En la cocina
improvisada, una olla negra por dentro llevaba tiempo hirviendo solo agua con un hueso viejo de pollo que habían
reutilizado tres veces. El olor ya no era de caldo, sino de hueso quemado y
grasa rancia. Sofi se acercó descalza, arrastrando los pies sobre el piso frío.
Su pancita sonó fuerte. “Mami”, preguntó mirando la olla. ¿Eso es sopa de verdad
o es otra vez solo agua caliente? La pregunta le atravesó el pecho a Rosa como un cuchillo.
Es sopita, mi amor. Mintió con una sonrisa temblorosa. Nada más que hoy salió más aguadita,
pero es sopa. Sofi frunció el seño. Esto no sabe a nada, mamá, dijo recordando la
noche anterior. Solo es agua caliente. Daniel se levantó de golpe y caminó
hasta la puerta de lámina. El ruido de los carros viejos pasando por la calle destrozada llegaba débilmente. Sacó las
monedas de su bolsillo y las puso sobre la mesa. Una moneda de 10, una de cinco,
dos de dos, cinco de uno y unas cuantas de 50 centavos. 27 pesos con50, repitió
en voz alta. Ni para las medicinas, ni para una cena decente, ni para el
camión. Miró a su hijo otra vez. Emiliano respiraba agitado con los labios resecos. “Papá”, susurró el niño
apenas abriendo los ojos. “Ya mañana voy a ir a la escuela.” “No quiero reprobar.” Daniel se acercó, se
arrodilló junto a la cama y le acarició el cabello pegajoso de sudor. “Claro que sí, campeón”, respondió con voz
quebrada. “Mañana vas a estar mejor, te lo prometo.” Pero por dentro sabía que
no podía prometer nada. Horas antes, en la tarde, había ido a ver a un antiguo
compañero de obra, Raúl, que ahora trabajaba como velador en una bodega de medicamentos genéricos. Daniel había
pensado que quizá podría conseguir una caja más barata o fiada o algún frasco a
punto de caducar. La bodega estaba en una calle más amplia, con rejas altas y
cámaras de seguridad. Raúl lo miró con una mezcla de pena y desconfianza.
Mira, Dani”, le dijo apoyándose en la puerta metálica, “yo quisiera ayudarte, de verdad, pero aquí todo está contado.
Cada caja, cada frasco, si falta algo, me lo cobran a mí o me corren. Tú sabes
que no estoy para perder la chamba.” Daniel sintió un vacío en el estómago. “Solo es un jarabe, Raúl”, insistió. “Mi
hijo tiene fiebre desde hace días. No te estoy pidiendo dinero, solo, solo una
oportunidad.” Raúl bajó la mirada. ¿Te acuerdas cuando a mí me tocó pedirte ayuda hace años?
Preguntó con una sonrisa triste. No tenía ni para el camión y tú me prestaste 100 pesos sin decir nada.
Nunca se me va a olvidar. Por eso mismo, respondió Daniel. No te estoy pidiendo
un favor gratis. Te lo pago. Te lo juro. Nada más dame chance de saldar en la semana. Raúl respiró hondo. No es solo
por mí, Dani, dijo al final. Mi hija también se enfermó hace unos meses. Estuve a punto de perderla. Desde
entonces juré que nunca iba a jugar con medicinas, ni a sacarlas sin permiso, ni
a hacer nada raro. Me dio miedo. Las palabras le dolieron a Daniel porque
sabía que su amigo no era un villano, sino otro hombre pobre atrapado entre el miedo y la necesidad.
Perdóname, hermano, concluyó Raúl. Prefiero quedar mal contigo que quedarme sin trabajo y dejar a mi familia en la
calle. Daniel se fue de la bodega con la garganta cerrada y las manos sudorosas.
Ahora, de regreso en su casa, esa conversación le daba vueltas en la cabeza como un eco. Raúl lo había
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