La Humillación: Pisotearon su comida frente a todos

La lluvia caía pesada sobre la colonia Nesacoyotl aquella tarde de noviembre del año 2007

en el mercado La Perla bajo un toldo remendado con 50 parches de plástico,

María Guadalupe Sánchez Rivera, de 34 años, observaba como la mujer de tacones

rojos miraba con desprecio las tortillas que acababa de colocar sobre una caja de

madera. “¿Esto es lo mejor que tienes?”, preguntó la mujer. Su voz tan fría como

el agua que caía del cielo. María había levantado ese puesto con sus propias manos dos semanas atrás, después de que

el taller mecánico donde trabajaba su esposo cerrara sin previo aviso. Las

tortillas no eran perfectas. Sus manos temblaban mientras las hacía, porque

sabía que cada una representaba la diferencia entre que sus tres hijos comieran esa noche o se acostaran con el

estómago vacío. “Son frescas, señora. Las hice esta mañana con mis propias manos”, respondió

María tratando de mantener la dignidad en su voz. La mujer tomó una tortilla,

la examinó como si fuera un objeto de laboratorio y entonces, con un movimiento calculado y cruel, la dejó

caer al suelo lodoso. Su tacón rojo, brillante y limpio se posó sobre la

tortilla y la aplastó lentamente, girando el pie como quien apaga un cigarrillo. Esto es basura,” dijo la

mujer y procedió a pisotear las 23 tortillas restantes una por una,

mientras otros comerciantes miraban en silencio. María sintió como cada pisotón

era como un golpe directo a su pecho. Esas tortillas representaban las últimas

80 pesos que le quedaban de los 500 que había conseguido prestados a su prima Josefina. Cada tortilla había costado

sufrimiento. El calor del comal quemándole las manos ya curtidas por años de lavar ropa

ajena, el olor a masa mezclándose con el sudor de su frente, el dolor en la

espalda de estar agachada desde las 4 de la mañana. Cuando la mujer de tacones rojos se alejó dejando un rastro de

tortillas destrozadas en el lodo, María no lloró. Ya no le quedaban lágrimas. se

arrodilló en el suelo mojado y comenzó a recoger los pedazos, pensando que tal

vez podría salvar algo, cualquier cosa. “Mamá va a llegar pronto”, susurró para

sí misma pensando en sus tres hijos, Pedrito de 8 años, Lucía de 6 y el

pequeño Daniel de apenas 3 años y medio. María Guadalupe no siempre había

conocido la pobreza de esta manera. 4 años atrás, ella y su esposo Roberto

tenían un departamento pequeño, pero digno en la colonia Benito Juárez. Roberto trabajaba como mecánico en un

taller respetable, ganando 2,300 pesos semanales. Ella limpiaba casas tres días

a la semana y ganaba otros 900 pesos. No era mucho, pero alcanzaba. Los niños

comían tres veces al día. Había dinero para útiles escolares. Los domingos

compraban pollo rostizado y veían películas juntos. Pero entonces llegó la

crisis. El taller cerró cuando el dueño huyó a Estados Unidos dejando deudas.

Roberto buscó trabajo durante 7 meses sin encontrar nada estable. Comenzaron a

atrasarse con el alquiler. Tres meses después, el casero los echó a la calle.

Se mudaron con la madre de Roberto, pero la anciana enfermó y necesitaba el cuarto que ellos ocupaban. Terminaron en

un cuartito de lámina y cartón en Nesahualcoyotl, pagando 800 pesos mensuales por 15 m²,

donde el agua se filtraba cuando llovía y el frío nocturno atravesaba las paredes como cuchillos. Roberto

finalmente consiguió trabajo en una construcción, pero el pago era irregular. Una semana ganaba 600 pesos,

la siguiente apenas 200 y luego hace tres semanas se cayó de un andamio. No

hubo seguro, no hubo indemnización. Fractura en el tobillo izquierdo. El

doctor del Centro de Salud dijo que necesitaba reposo absoluto durante seis semanas. Seis semanas sin ingresos.

María había intentado todo. Lavó más ropa, pero la gente en Nesawalcoyotl era

tan pobre como ella y muchos preferían lavar su propia ropa antes que pagar.

Intentó vender dulces en el mercado, pero había 30 vendedores más haciendo lo

mismo. Entonces, con los últimos 500 pesos que le prestó su prima, compró

masa y decidió vender tortillas. Esa tarde, después de que la mujer de tacones rojos destruyera su mercancía,

María caminó bajo la lluvia de regreso a casa. Sus zapatos de plástico barato

tenían un agujero en la suela y el agua fría empapaba sus calcetines remendados.

El olor a tortilla mojada y lodo se pegaba a su ropa. Cuando llegó al cuarto

de lámina, encontró a sus tres hijos sentados en el colchón que compartían los cinco. Pedrito, el mayor, tenía ese

brillo en los ojos que María conocía demasiado bien. Hambre. No el capricho

de un niño mimado, sino hambre real. Ese dolor sordo en el estómago que hace que

los niños se queden muy quietos, como si moverse fuera a gastar energía que no tienen. “Mamá, ¿trajiste comida?”,

preguntó Lucía, su voz apenas un susurro. María abrió su bolsa de

plástico. Solo quedaban tres tortillas que había logrado rescatar, sucias de

lodo, pero aún comestibles, si las lavaba bien. En la pequeña estufa de gas que funcionaba con el último tanque que

les quedaba, puso agua a hervir en una olla abollada. Agregó un poco de sal, la

última que tenían, y revolvió. “Hoy vamos a tomar sopa calientita”, dijo

tratando de sonar alegre. Pedrito, que ya tenía 8 años y entendía más de lo que María hubiera querido, miró el agua

hirviendo y preguntó con una inocencia que partió el alma de su madre. ¿Por qué

no tiene nada, mami? Solo veo agua. María sintió como algo se quebraba

dentro de ella, pero mantuvo la sonrisa. Es una sopa especial, mi amor. A veces

las mejores sopas son las más sencillas. sirvió el agua con sal en tres vasitos

de plástico desiguales. Los niños bebieron despacio, el líquido caliente llenando sus estómagos vacíos con nada