Lárgate de aquí ahora mismo, vieja asquerosa. O te juro por mi vida que

haré que seguridad te arrastre por las escaleras como la basura que eres. El

sonido metálico del cubo volcándose contra el suelo resonó como un disparo,

seguido por el chapoteo del agua grisácea que empapó al instante la alfombra persa de 50.000 1000 € esta

historia no solo te hará llorar, sino que te enseñará que nunca, bajo ninguna

circunstancia, debes juzgar a un libro por su cubierta, porque el destino

siempre tiene la última palabra. La tarde del 24 de diciembre caía sobre

Madrid con un peso plomizo, tiñiendo el cielo de un gris acero que amenazaba con

una nevada histórica. En el piso 45 de la Torre Eón, el rascacielos más

exclusivo del distrito financiero, el aire acondicionado mantenía una

temperatura perfecta de 22 ºC, pero Rodrigo Valdés sudaba como si estuviera

en el infierno. Se ajustó el nudo de su corbata de seda italiana color burdeos

frente al inmenso ventanal que devolvía su reflejo. Un hombre de 34 años,

atractivo, con la ambición tallada en la mandíbula tensa y los ojos inyectados en

una ansiedad febril. Rodrigo era el nuevo director de capital humano, una

posición por la que había pisoteado a tres compañeros y traicionado a su mejor

amigo en la empresa anterior. Hoy era su prueba de fuego. El dueño del

conglomerado, el magnate invisible, el hombre del que se decían leyendas, pero

al que pocos habían visto en persona, don Javier Montenegro, venía a firmar la

fusión más grande de la década y Rodrigo era el responsable de que la sala de

juntas estuviera inmaculada, perfecta, celestial. El aroma a canela y pino

importado llenaba la estancia, pero debajo de esa fragancia artificial,

Rodrigo detectó algo más. Un olor a lejía barata, un olor a pobreza. Se giró

sobre sus talones con los zapatos de charol chirriando sobre el mármol del vestíbulo de entrada a la sala. Y

entonces la vio allí, arrodillada bajo la imponente mesa de roble macizo que

había pertenecido a un duque del siglo XIX, había una figura pequeña, casi

insignificante. Era una mujer mayor de unos 70 años con

el cabello blanco recogido en un moño desilachado que dejaba escapar mechones

rebeldes sobre su frente sudorosa. Llevaba un uniforme azul celeste

descolorido por los lavados y claramente dos tallas más grande de lo necesario,

lo que la hacía parecer una niña disfrazada de anciana. tarareaba una

melodía antigua, un villancico que sonaba a pueblo, a leña quemada y a

tiempos olvidados, mientras frotaba con una valleta amarilla una mancha

inexistente en la pata de la mesa. La sangre de Rodrigo hirvió. Sintió una

presión en las cienes que le nubló la vista. Faltaban 10 minutos, 10 malditos

minutos para que el hombre más rico de España cruzara esa puerta. Y esta mujer estaba allí destruyendo la

estética de poder y éxito que él había construido meticulosamente.

Caminó hacia ella con pasos largos y depredadores. “¿Pero qué demonios cree que está

haciendo usted aquí?”, bramó Rodrigo su voz rebotando en las paredes de cristal

acústico. La mujer dio un respingo violento. El trapo se le resbaló de las

manos arrugadas y cayó al cubo con un sonido húmedo. Se giró lentamente con la

dificultad de quien lleva el peso de muchos inviernos en la espalda y levantó

la vista. Tenía unos ojos color miel, profundos y líquidos, rodeados de una

red de arrugas que contaban historias de risas y llantos. Ay, señor, eh,

discúlpeme, no le oí entrar”, dijo ella con una voz suave, temblorosa, pero

cargada de una dignidad extraña. Vi que había una marca de zapato en la madera y

pensé que al señor Montenegro no le gustaría ver nada sucio. Él siempre ha

sido muy limpio desde chiquito. La familiaridad con la que habló del dueño

encendió aún más la ira de Rodrigo. Desde chiquito, usted quien se cree que

es para hablar del señor Montenegro como si fuera su vecino? Rodrigo se plantó

ante ella, mirándola desde su altura con un desprecio absoluto. Mírese, es usted

una vergüenza. Huele a jabón de lavadero y a sudor. Esta sala es para gente que

decide el futuro del país, no para para gente como usted. La anciana, cuyo

nombre en la placa desgastada de su pecho decía simplemente Elena, bajó la

mirada avergonzada. Sus manos, rojas e hinchadas por la artritis y el trabajo duro jugueteaban

nerviosamente con el borde de su delantal. Solo quería ayudar, señor. Es

Nochebuena. No quería molestar. Ya me iba, susurró Elena intentando apoyarse

en la mesa para levantarse. Sus rodillas crujieron. “No toque la mesa con esas

manos”, gritó Rodrigo. Y fue entonces cuando la furia le ganó a la razón.

lanzó una patada seca, brutal, directa al cubo de metal que estaba junto a las

piernas de la mujer. El agua, sucia, gris y espumosa, salió despedida como

una ola en miniatura. Empapó las medias de compresión de Elena, sus zapatos

ortopédicos viejos, y se extendió peligrosamente hacia la alfombra central. Elena soltó un pequeño grito

ahogado y se cubrió la boca. Mire lo que me ha hecho hacer”, rugió

Rodrigo con el rostro deformado señalando el charco. “Es usted una

inútil, estúpida. Ahora todo huele a humedad por su culpa. ¡Lárguese! Está

despedida. Quiero que coja sus porquerías y desaparezca de mi edificio

antes de que llame a la policía y diga que la pillé robando. El silencio que siguió a sus gritos fue

sepulcral. Elena no se movió. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus

mejillas, perdiéndose en los surcos de su piel. No lloraba por el despido, ni siquiera