La viuda se mudó a una casa peligrosa por orden de su patrona, pero al entrar

ocurrió lo inesperado. Adelina Moreno quedó viuda y sin nada. Desesperada, con
cinco hijos pequeños y ningún lugar a donde ir, aceptó la única oferta que le hicieron, mudarse a una casa abandonada
que cuelga al borde de un acantilado en las sierras de Oaxaca. Todos en el pueblo le advirtieron que
nadie vive allí porque la casa está Pero lo que Adelina descubrió
la primera noche no fue un espíritu, fue algo peor. Y la mujer poderosa que le
dio esa casa sabía exactamente lo que escondía allá abajo. Ahora Adelina debe
elegir entre salvar a su familia o descubrir una verdad que podría costarles la vida a todos.
Cuéntanos aquí abajo en los comentarios de qué ciudad nos escuchas, dale click al botón de like y vamos con la
historia. La lluvia golpeaba el toldo de lámina con un estruendo sordo mientras Adelina
Moreno abrazaba a sus cinco hijos contra su pecho. El cuarto era tan pequeño que
apenas cabían los seis. El bebé Emilio lloraba sin consuelo, hambriento y
asustado por los truenos que sacudían las paredes de madera podrida. Mateo, el mayor de 11 años, miraba a su madre con
ojos enormes y oscuros, esperando que ella dijera algo que los salvara. Camila
de nu sostenía a Santiago de seis, mientras Lucía, de apenas 4 años
temblaba en silencio. Era la tercera noche durmiendo en aquel cuarto prestado en las afueras de San Andrés Guayapam,
un pueblo serrano de Oaxaca, donde el frío de las montañas se colaba por cada
rendija. Adelina había perdido todo después de que su esposo muriera en un accidente en
la cantera. Sin trabajo, sin dinero y con cinco bocas que alimentar, los dueños de la casa donde vivían las
echaron a la calle. Nadie en el pueblo quería darle refugio a una mujer con
tantos hijos. Nadie, excepto doña Remedios Belarde, la patrona más
poderosa de la región. Doña Remedios era una mujer de casi 60 años, alta y
delgada como un sauce, con ojos fríos que veían a través de las personas.
Controlaba media sierra, las tierras de cultivo, las canteras, los negocios del
pueblo. Cuando Adelina acudió a ella desesperada, rogando por algo, lo que
fuera, doña Remedios la miró de arriba a abajo con una mezcla de desprecio y diversión. Tengo una casa”, había dicho
doña Remedios con voz grave y pausada. Es vieja, pero tiene techo y paredes.
Nadie la quiere porque está en un lugar incómodo. Pero tú no estás en posición
de exigir, ¿verdad, Adelina? Adelina había aceptado sin pensarlo. No tenía
opción. Doña Remedios le dio indicaciones para llegar por el camino de tierra que salía del pueblo hacia el
norte, siguiendo el río hasta donde se levantaba el acantilado más alto de la sierra. Allí, en la punta de la roca, se
veía la casa. La reconocerás cuando la veas”, había dicho la patrona con una
sonrisa extraña. “Nadie puede perderse.” Y ahora, bajo la tormenta, Adelina
caminaba con sus hijos por ese camino embarrado, cargando al bebé en brazos, mientras los demás seguían sus pasos con
bultos de ropa y cobijas mojadas. El viento aullaba entre los pinos y los
robles que cubrían la ladera. Mateo, adelante con una linterna prestada, se
detuvo de repente y señaló hacia arriba, “Mamá, esa es.”
Adelina levantó la vista y sintió que el corazón le caía al estómago. La casa se
alzaba sobre el acantilado como un animal herido a punto de caer. Era de
madera oscura, casi negra por la humedad y el tiempo, con el techo de tejas rotas
y las paredes inclinadas hacia el vacío. Parecía que en cualquier momento las
vigas de soporte se derían y todo se desplomaría cientos de metros hacia el río que rugía allá abajo. Ventanas sin
vidrios, puertas chuecas, escalones carcomidos por la lluvia. La estructura
entera crujía con cada ráfaga de viento, como si estuviera respirando con dificultad.
“Dios mío”, susurró Camila, apretando la mano de Santiago que comenzó a llorar.
No podemos vivir ahí, mamá”, dijo Mateo con voz temblorosa. “Esa casa se va a
caer.” Adelina tragó saliva. Quería darle la razón a su hijo. Quería darse
la vuelta y regresar al pueblo. Exigirle a doña Remedios otra opción. Pero sabía
que no había otra opción. Esta era su única oportunidad. Entraremos con
cuidado”, dijo Adelina tratando de sonar firme. “Solo por esta noche. Mañana
veremos si es segura.” Subieron por el sendero estrecho que bordeaba el acantilado, con las piedras sueltas
rodando bajo sus pies. El viento era tan fuerte que lucía casi resbala, pero
Mateo la agarró a tiempo. Cuando llegaron a la puerta principal, Adelina empujó con el hombro y la madera gimió
como si estuviera sufriendo. Dentro todo olía a humedad y a algo más. a tierra
removida, a metal viejo. El piso de madera crujió bajo sus pies y Adelina
sintió que se hundía ligeramente. Las tablas estaban podridas en algunas partes. Una mesa volcada, sillas rotas,
cortinas deshechas que colgaban como fantasmas. En el fondo había una chimenea apagada
llena de ollín. A través de las grietas en las paredes se veía el abismo, el
vacío negro y profundo que caía hacia el río. “Mamá, tengo miedo”, susurró Lucía,
aferrada a la falda de su madre. Adelina dejó al bebé en el suelo sobre una cobija y encendió una vela que había
traído. La luz tembló en sus manos y entonces sucedió. En el momento en que
la llama de la vela tocó la mecha, toda la casa tembló. No fue un temblor de
tierra, no fue el viento. Fue como si algo dentro de la estructura hubiera despertado. Un crujido profundo recorrió
las vigas desde el techo hasta el suelo y las ventanas sin vidrios se cerraron
solas golpeando con fuerza contra los marcos podridos. Los niños gritaron.
Adelina dio un paso atrás abrazando a sus hijos. Pero lo más extraño fue que
después de ese estruendo, la temperatura dentro de la casa cambió. El frío helado que había al entrar
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