La plaza del pueblo estaba inundada aquella tarde de octubre, no solo por la tormenta que azotaba las calles

empedradas, sino por la expectación morbosa de 100 miradas clavadas en una
mujer arrodillada en el lodo. Lucía temblaba bajo la lluvia helada, sus
ropas arapientas pegadas al cuerpo delgado, mientras el alguacil gritaba su deuda pública. 3 meses de renta
impagada, el robo de un pan del mercado, la acusación de vagabundeo,
la cárcel o el destierro la esperaban. Pero lo que nadie esperaba era escuchar
el sonido de cascos de caballo aproximándose con autoridad, ni ver descender de su montura negra al hombre
más poderoso de toda la región. Don Alejandro Montalvo, el asendado cuyas
tierras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, caminó directamente hacia aquella mujer despreciada por
todos. Y entonces, con voz fría como el acero y clara como una sentencia,
pronunció las palabras que harían temblar los cimientos de aquella sociedad hipócrita. Yo pago su deuda
completa y le doy mi nombre. Venga conmigo ahora mismo como mi esposa. El
silencio que siguió fue más atronador que cualquier trueno. Locura, perversión, caridad insultante.
Todos juzgaron. Nadie imaginó la verdad. Y esa verdad, queridos oyentes, es una
historia de salvación que jamás olvidarán. Quédense hasta el final, porque lo que parecía la compra de un
alma perdida resultó ser el rescate de un corazón noble condenado por la
traición. Lucía jamás olvidaría la sensación de aquella mano enguantada
extendiéndose hacia ella en medio del fango. No era una mano amable, no
temblaba de compasión, pero tampoco la apartó con asco cuando ella, aturdida
por el shock y la hipotermia, la tomó con dedos sucios y temblorosos. Don
Alejandro la levantó con un tirón firme, casi mecánico, y sin mirarla a los ojos,
le colocó su propia capa de montar sobre los hombros. El gesto desató un murmullo escandalizado entre la multitud. Las
señoras respetables se cubrieron la boca con sus abanicos. Los comerciantes
sacudieron la cabeza con desaprobación y el padre Teodoro, el sacerdote del
pueblo, palideció visiblemente. “Don Alejandro no puede estar hablando
en serio.” Tartamudeó el alguacil, todavía sosteniendo el documento de
arresto empapado. Esta mujer no tiene familia, no tiene nombre limpio, es una
una “¿Qué?” La voz del ascendado cortó el aire como un látigo. Sus ojos grises, duros como
el granito de las montañas que bordeaban su propiedad, se clavaron en el funcionario.
Una mujer sin fortuna, una mujer sin protector. Pues ahora tiene ambas cosas.
Prepare los documentos de matrimonio para mañana al amanecer. Envíelos a la hacienda. Lucía sentía que la tierra se
movía bajo sus pies descalzos. Esto no podía ser real. Los hombres ricos no se casaban con
mujeres como ella, mujeres que habían conocido el hambre tan íntimamente que
podían reconocer su sabor en el aire. Mujeres cuyas manos estaban curtidas por
trabajos que las damas ni siquiera podían imaginar. Pero la firmeza del
agarre de don Alejandro en su brazo mientras la conducía hacia su carruaje
era innegablemente real, igual que las miradas de odio y desprecio que sintió
atravesándole la espalda como puñales mientras subía al vehículo tapizado en
terciopelo burdeos. El viaje a la hacienda transcurrió en un silencio
sepulcral. Don Alejandro se había sentado frente a ella, no a su lado,
manteniendo una distancia que hablaba más fuerte que cualquier palabra. Lucía
lo observó furtivamente desde la capucha de la capa que aún envolvía su cuerpo
entumecido. Era un hombre de rasgos tallados con severidad, pómulos altos y una mandíbula
que parecía esculpida para expresar determinación inquebrantable. Pero había
algo más, algo que ella, acostumbrada a leer rostros para sobrevivir en las
calles, detectó de inmediato líneas de dolor alrededor de los ojos, una palidez
bajo el bronceado de quien pasa horas bajo el sol, un temblor casi imperceptible en la mano izquierda que
él mantenía cerrada en un puño. sobre su rodilla. Este hombre estaba enfermo o
herido o desesperado de una manera que el orgullo masculino nunca permitiría
mostrar abiertamente. Cuando el carruaje finalmente se detuvo frente a las imponentes puertas de hierro forjado de
la hacienda Montalvo, Lucía tuvo que contener un jadeo. Jamás había visto
tanta opulencia concentrada en un solo lugar. La mansión principal se alzaba
como un palacio colonial. Tres pisos de piedra blanca y madera oscura, balcones
adornados con enredaderas de bugambillas púrpuras, ventanas que brillaban con la luz de decenas de lámparas de araña en
su interior. Los establos a un costado parecían más grandes que la casa señorial del pueblo. Los jardines se
extendían en terrazas cuidadosamente diseñadas hasta perderse en la penumbra
del anochecer. Una mujer mayor, de rostro severo enmarcado por un moño gris
impecable y vestida completamente de negro, esperaba en la entrada principal.
Sus ojos evaluaron a Lucía con una mezcla de horror y fascinación, como quien observa a un espécimen
particularmente desagradable en un museo de historia natural. “Doña Remedios,”
dijo don Alejandro con tono neutro. Esta es la señorita Lucía. Mañana será mi
esposa. Prepárele la habitación azul del segundo piso, ropa limpia y una cena
caliente. Asegúrese de que tenga todo lo necesario. La habitación azul, señor. La
voz de la mujer temblaba de incredulidad. No la habitación contigua a la suya,
como corresponde a la habitación azul, repitió él, y había acero en su voz.
Ella no comparte mis aposentos. Este es un arreglo contractual, nada más.
Quiero que eso quede perfectamente claro para todo el personal. La señorita Lucía
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