El secreto en la fiesta

La tarde se deslizaba hacia la noche, y yo me había quedado dormida unos minutos antes del gran evento. Él me despertó con suavidad, acariciándome el hombro y recordándome que era hora de arreglarme.

Me levanté sobresaltada, saqué el vestido de fiesta que había guardado para la ocasión y lo extendí sobre su cama como si fuera un tesoro. Corrí al baño y, mientras me vestía, mi voz se elevó en un canto improvisado que rebotaba en los mosaicos fríos de la pared. La emoción me recorría el cuerpo como un río desbordado: esa noche no solo era su cumpleaños… era mucho más.

Él estaba feliz, y yo también. Después de años de silencio, de heridas y de ausencia, por fin había vuelto a encontrarme con mi padre. El recuerdo de la puerta cerrándose en mi cara —cuando su esposa, mi madrastra, me había expulsado de su casa— todavía me quemaba en la memoria. Llamadas fallidas, mensajes sin respuesta, mi necesidad desesperada de escuchar su voz… todo aquello se mezclaba con la sensación extraña de estar ahora otra vez bajo su techo.

El destino había jugado conmigo días atrás. Vi un auto idéntico al suyo y mi corazón dio un salto. Corrí, casi convencida de que sería él… pero al acercarme, descubrí que no era más que un desconocido. Aun así, esa coincidencia me dejó inquieta, como si el universo me estuviera preparando para algo.

Y ese “algo” se revelaba hoy, en medio de luces, música y sonrisas.

“Después de la fiesta ya no te vas a ir a ningún lado”, me dijo al oído con una sonrisa enigmática. “Esta será la primera noche que pases aquí conmigo.”

No entendí del todo sus palabras. Me dio una mezcla de ansiedad y de expectación. ¿Qué sorpresa planeaba? Solo repetía que este cumpleaños sería el más memorable de su vida, uno que cambiaría nuestro presente… y también nuestro futuro.

Yo había comprado un regalo sencillo para él, envuelto con torpeza y escondido en mi bolso. No costaba mucho, pero lo había elegido con el corazón. No veía la hora de entregárselo.

Cuando llegamos al salón, comprendí que nada estaba dejado al azar. Todo estaba perfectamente planeado: amigos cercanos, algunos familiares, música suave, risas que llenaban el aire. El ambiente era cálido, casi mágico.

Pero la fiesta no podía comenzar aún. Había alguien importante que todavía no llegaba.

“¿Ese amigo tuyo es el que tiene que aprobarme antes de que sigamos adelante?”, pregunté con una risa nerviosa.

“No exactamente”, respondió él, con ese brillo en los ojos. “Pero es alguien que valoro demasiado. Hay ausencias que pesan más que cualquier otra. Si él no está, siento que algo falta.”

“Y si no viene, ¿se cancela todo?”

Él soltó una carcajada breve. “No, claro que no. No es Dios. Tranquila, ya me dijo que está en camino.”

Su respuesta no disipó mi curiosidad, pero la emoción del momento me envolvía. La espera, en realidad, me dio tiempo para retocar mi maquillaje. Frente al espejo, vi cómo mis manos transformaban mi rostro cansado en el de una reina lista para reinar esa noche. Como oruga que al fin desplega alas, me convertí en mariposa.

Cuando entré en el salón, ocurrió algo inesperado: el silencio. El murmullo alegre de las conversaciones se apagó de golpe. Incluso el DJ, en lugar de poner música, dejó que el aire quedara suspendido en una pausa solemne.

Mis tacones resonaban contra el piso, marcando un compás que parecía hipnotizar a todos los presentes. Sentí sus miradas recorrerme de pies a cabeza, y en el centro de esa expectación, vi los ojos de Liam—llenos de orgullo, brillando como dos faros.

“¿Quién es ella?”, susurraban algunos invitados.

“Paciencia… pronto lo sabrán”, contestó él con una sonrisa segura.

Nos sentamos juntos, y él me susurró al oído:

“Mi amigo está a punto de llegar.”

El tiempo se estiraba en mi pecho como una cuerda demasiado tensa. Yo jugueteaba con mi celular, revisando selfies, intentando distraer mi nerviosismo. Entonces, Liam tocó mi hombro suavemente:

“Ya llegó.”

“¿Ese amigo especial del que hablas?”

“Sí.”

Respiré hondo, tratando de prepararme.

El hombre entró con paso firme, saludó a Liam con un abrazo cálido y exclamó:

“¡Hermano! Por fin. Y esta debe ser la mujer de la que tanto me has hablado.”

“Así es”, respondió Liam con orgullo.

Yo alcé la mirada… y el mundo se me derrumbó.

Lo reconocí al instante. Era él. El mismo hombre que, en mis días más oscuros, me había contratado para un trabajo que me marcó la vida. Un hombre que conocía partes de mi pasado que había jurado enterrar para siempre.

Su mirada se fijó en mí, entre la duda y el desconcierto.

“Tu cara me resulta conocida. ¿Nos hemos visto antes?”

Las palabras me atravesaron como una daga helada. Sentí cómo mis manos temblaban, cómo el aire se negaba a entrar en mis pulmones.

De repente, todo mi mundo—la ilusión de un nuevo comienzo, el orgullo de estar ahí con Liam, la esperanza de un futuro limpio—se tambaleó al borde del abismo.

No podía permitirlo. No podía dejar que mi secreto saliera a la luz frente a todos, frente a él.

Sin esperar una reacción, tomé mi bolso, me levanté de golpe y corrí hacia la salida, con las lágrimas ardiéndome en los ojos.