La última promesa

La habitación 312 del hospital solía ser un lugar frío, aséptico, lleno de rutinas médicas y susurros técnicos. Pero esa tarde, algo cambió. La muerte rondaba, sí, pero también el amor… y el deseo inquebrantable de una joven de no irse sin cumplir su sueño más íntimo.

Camila tenía veinticuatro años, y el cuerpo le pesaba como si cada célula estuviera rindiéndose. Su piel pálida parecía de porcelana bajo la tenue luz fluorescente. Sin embargo, sus ojos, aunque hundidos por el desgaste de la enfermedad, brillaban con una decisión que ni los médicos podían comprender.

—¿Estás segura, hija? —preguntó su madre, con la voz rota, mientras le acariciaba el cabello pegado a la frente sudorosa.

—Sí, mamá… no me queda mucho tiempo. Pero quiero que, cuando me vaya, sea como su esposa. Aunque sea sólo por unas horas.

Julián, al escucharla, cerró los ojos con fuerza para contener el llanto. La amaba desde que eran adolescentes. Su historia estaba hecha de cartas escondidas, bailes en las fiestas del pueblo, y promesas al borde de la adultez. Nunca imaginó que uno de sus votos sería en una cama de hospital.

El padre de Camila no dijo nada al principio. Había sido un hombre duro, de silencios prolongados, pero esa tarde su alma se quebró. Se limpió las lágrimas con las manos callosas y murmuró:

—Yo soñaba con llevarte del brazo a la iglesia. Y ahora… ahora te veré casarte rodeada de máquinas.

Las enfermeras, conmovidas, se organizaron sin que nadie se los pidiera. Buscaron flores de papel hechas por los niños internados, las colgaron en las paredes, improvisaron una especie de altar junto a la cama, y robaron sonrisas entre el personal médico. Una auxiliar se ofreció para maquillarla con delicadeza, mientras su hermana corría a casa por un viejo vestido blanco que alguna vez habían usado para una sesión de fotos.

El vestido le quedó suelto, pero en Camila parecía hecho a medida. Estaba hermosa, como si la muerte misma se hubiera detenido un momento para contemplarla.

Julián le tomó la mano, con una ternura infinita.

—Eres la novia más hermosa del mundo.

—Y la más cansada —rió ella, con un hilo de voz—. Pero soy feliz. Nunca imaginé que podría sentir tanta paz sabiendo lo poco que me queda.

Un médico joven, que había accedido a oficiar la ceremonia como testigo legal, acomodó su bata blanca y carraspeó con emoción.

—No soy sacerdote… pero esto es real. Tan real como cualquier unión sagrada. ¿Están listos?

Un enfermero colocó música suave desde su celular: un vals sencillo, triste y mágico a la vez. Todos en la sala se quedaron en silencio. Había algo sagrado en ese momento.

—Camila —dijo Julián, con los labios temblorosos—, prometo amarte en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en el dolor, hasta que la muerte nos separe… aunque sé que la muerte te quiere demasiado pronto.

Ella sonrió, con los ojos brillosos, y le acarició la mejilla.

—Julián… te prometo amarte cada segundo que me quede. Y cuando ya no esté aquí… te prometo seguir cuidándote desde donde esté.

La enfermera soltó un sollozo ahogado. El médico, con voz grave, preguntó:

—Camila, ¿aceptas a Julián como tu esposo?

—Sí… acepto —dijo, con una fuerza que ya no se esperaba de ella.

—Y tú, Julián… ¿aceptas a Camila como tu esposa?

—Sí. Para siempre.

Los aplausos fueron suaves, como si temieran romper la delicadeza del instante. Julián se inclinó y besó a Camila en los labios, despacito, como si la vida le temblara entre los dedos.

Esa noche, Camila no soltó su mano. Julián se quedó dormido con ella recostada sobre su pecho, meciéndola con el corazón roto, pero pleno.

Pasadas las tres de la madrugada, despertó sobresaltado.

—¿Camila? —susurró, tocando su rostro.

Su piel estaba fría. Su expresión, tranquila. Parecía dormida, pero ya no estaba.

—No… no, amor… no me dejes —dijo con la voz quebrada, mientras la abrazaba con desesperación.

Los monitores comenzaron a emitir ese pitido lineal, eterno. Las luces se encendieron. Los médicos entraron, las enfermeras intentaron consolarlo. Pero él no los escuchaba. Solo la abrazaba, como si así pudiera devolverle el aliento.

La madre de Camila cayó de rodillas. El padre abrazó a su otra hija, incapaz de hablar. El personal médico lloraba en silencio, como si la pérdida les hubiera arrebatado algo más que una paciente.

Y la sala 312 volvió a ser un cuarto frío de hospital.

Pero para Julián, ese lugar siempre sería otra cosa.

Ahí le prometió amor eterno a su compañera de vida. Ahí fue feliz por última vez.

Y cuando, años después, alguien le preguntara por qué nunca volvió a casarse, él simplemente diría:

—Porque ya fui esposo. Aunque sólo por unas horas… fui suyo. Y eso nadie me lo podrá quitar jamás.