El viernes que cambió todo

Era un viernes de noviembre cuando las cosas dieron un giro que jamás imaginé.

Ese día había decidido no ir a clases. Unos amigos y yo fuimos al centro comercial a perder el tiempo y comer hamburguesas. Cuando regresaba a casa en camión, mirando por la ventana sin mucho interés, la vi.

La profesora Mendoza.

Estaba saliendo de una farmacia en un barrio que yo conocía por ser de los más pobres de la ciudad. Llevaba varias bolsas grandes.

La curiosidad me ganó. No sé si fue por querer descubrir algo que pudiera usar en su contra o por simple intriga, pero me bajé en la siguiente parada y la seguí de lejos.

Ella caminó varias cuadras hasta llegar a una vecindad vieja, con paredes descarapeladas y ropa colgando de los tendederos. Entró sin tocar la puerta.

Me acerqué con cuidado. A través de una ventana abierta del primer piso, escuché voces.

—Profesora, gracias por venir. Mariana lleva tres días con fiebre —dijo una mujer con voz preocupada.

—No se preocupe, señora López. Traje el antibiótico que le recetó el doctor —respondió Mendoza, con una suavidad que jamás le había escuchado.

¿Mariana López? Era mi compañera de salón. Una chica muy callada, de mirada cansada, que faltaba mucho a clases y rara vez participaba.

—¿Cuánto le debo, profesora? —preguntó la señora.

—Nada, señora López. Ya habíamos hablado de esto.

—Pero es mucho dinero…

—Mariana es una excelente estudiante. Se merece tener salud para seguir estudiando.

Me asomé un poco más y vi una escena que me descolocó: la profesora Mendoza acariciando la frente de Mariana, revisando su temperatura con una ternura que no creí que fuera capaz de mostrar.

—¿Cómo sigues con las matemáticas, niña? —le preguntó.

—Bien, profesora. He estado practicando los ejercicios que me dejó.

—Muy bien. El lunes te voy a dar unos libros extra para que te prepares mejor para el examen de admisión al bachillerato.

—Profesora… yo no creo que pueda ir al bachillerato. Mi mamá necesita que trabaje…

—Mariana, tú tienes que estudiar. Ese es tu trabajo por ahora. De lo demás me encargo yo.

Me quedé ahí, escondido, sin saber si irme o seguir escuchando. Esa no era la mujer que yo conocía.


La observación silenciosa

El lunes, algo en mí había cambiado. No lo admití ante nadie, pero decidí observarla con más atención.

Me di cuenta de cosas que antes pasaba por alto. Cuando Carlos Herrera se quedaba dormido en clase, en vez de gritarle como hacía conmigo, solo le tocaba el hombro y lo despertaba en silencio. Luego supe que Carlos trabajaba hasta las dos de la mañana en un taller mecánico para ayudar a su familia.

Cuando Sandra Vega no entregaba la tarea, le daba una segunda oportunidad y le pedía que la entregara después. Descubrí que Sandra cuidaba a sus cuatro hermanos pequeños mientras su mamá trabajaba de noche.

La profesora Mendoza, tan estricta con algunos, era increíblemente compasiva con otros.


La conversación que me cambió

Un día, me armé de valor y me quedé después de clases.

—Profesora, ¿puedo hacerle una pregunta? —dije, sintiendo que el corazón me latía en la garganta.

—¿Qué necesitas, Rodrigo? —me contestó, sin levantar la vista de los exámenes que estaba revisando.

—¿Por qué es tan… diferente con algunos compañeros?

Se detuvo, dejó el bolígrafo sobre la mesa y me miró.

—¿A qué te refieres?

—A que con unos es más comprensiva, pero conmigo y con otros es muy estricta.

—Rodrigo, siéntate.

Obedecí, sintiéndome como si fuera a recibir un sermón.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y Mariana López?

—No.

—Que tú tienes padres que pueden comprarte útiles, que pueden pagarte clases extras, que están al pendiente de tus calificaciones. Mariana no.

—Pero eso no es mi culpa.

—No. Pero sí es tu responsabilidad aprovecharlo. Cuando soy estricta contigo es porque sé que puedes dar más. Cuando soy comprensiva con Mariana, es porque ya está dando todo lo que puede.

Me quedé callado.

—¿Usted les compra medicinas a los estudiantes? —pregunté, recordando lo que vi.

Me observó con una ceja levantada.

—¿Me seguiste el otro día?

Asentí, avergonzado.

—Rodrigo… algunos de mis estudiantes vienen a la escuela sin desayunar. Otros trabajan hasta la madrugada. Otros cuidan hermanos. Si puedo hacer algo para que sigan estudiando, lo hago.

—¿Con su propio dinero?

—Con mi propio dinero.

—¿Por qué?

—Porque yo crecí como ellos. Y tuve una maestra que me compró mis primeros libros de preparatoria. Sin ella, no estaría aquí.

Sentí un nudo en la garganta.

—¿Y por qué es tan dura con nosotros?

—Porque la vida va a ser dura contigo. Si no te exijo ahora, ¿quién lo hará?

No supe qué responder.

—Rodrigo, tú eres inteligente, pero flojo. Pierdes el tiempo en bromas mientras Mariana estudia a la luz de una vela porque a veces no tienen luz. Y aún así, le va mejor que a ti.

Sus palabras me golpearon.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté con voz baja.

—Sí. Sé el estudiante que puedes ser. Y ayuda a tus compañeros.


Un nuevo propósito

A partir de ese día, cambié. Empecé a estudiar en serio, a organizar grupos de estudio para quienes lo necesitaban. Dejé de hacer bromas en clase.

Mariana empezó a ir más seguido a la escuela. Carlos dormía un poco más gracias a que algunos de nosotros lo ayudábamos con las tareas para que no se desvelara tanto. Sandra tenía apoyo para cuidar a sus hermanos algunas tardes.

Al final del año, mi promedio fue de 9.2. Cuando me entregó el certificado, la profesora Mendoza sonrió.

—Muy bien, Rodrigo. Sabía que podías hacerlo.

—Gracias por no rendirse conmigo.

—Nunca me rindo con mis estudiantes. Aunque a veces ustedes se rindan conmigo.


Años después

Pasaron los años. Entré a la universidad con una beca de excelencia académica. El día que me gradué, lo primero que hice fue buscarla.

Seguía en la misma escuela. Seguía siendo estricta. Seguía comprando medicinas y útiles para quienes lo necesitaban.

—Profesora, quiero agradecerle —le dije.

—No tienes nada que agradecerme, Rodrigo. Tú hiciste el trabajo.

—Usted me enseñó que exigir también es una forma de amar.

Ahora soy profesor universitario. A veces, cuando mis alumnos creen que soy demasiado duro, pienso en ella. En que la dureza, bien dirigida, puede salvar vidas.