Cada tarde, cuando el sol comenzaba a deshacerse sobre los tejados del barrio San Lorenzo, Magdalena sacaba una silla al porche de su casa. Era una silla sencilla, de madera vieja, con la pintura azul celeste ya carcomida por el tiempo y la lluvia. La colocaba frente a otra silla igual, vacía, y sobre esa silla vacía ponía un espejo.
No un espejo elegante ni grande. Solo uno redondo, de marco agrietado, con el vidrio un poco opaco por los años. Lo acomodaba con delicadeza, apuntando directamente hacia el lugar donde ella se sentaba.
Magdalena tenía 68 años. Su cabello, largo y canoso, lo trenzaba cada mañana sin prisa. Vivía sola en una casa heredada de sus padres, con tejas rotas, muros desconchados, y un jazmín que se empeñaba en florecer en el umbral. Su vida, desde hacía mucho, era un calendario sin sobresaltos. Lo único fuera de lo común era ese ritual de cada tarde.
Los vecinos murmuraban. Al principio pensaban que esperaba a alguien que jamás llegaba. Que el espejo era una superstición, una rareza, un símbolo de duelo. Algunos niños se asomaban por curiosidad, y uno incluso se atrevió a gritarle: “¡Vieja bruja!”
Magdalena no respondía. Solo sonreía con ternura, sin apartar la vista de su reflejo.
Una tarde de marzo, una vecina, Lorena —madre de tres, peluquera en el centro— se atrevió a preguntarle:
—¿Por qué pone un espejo en esa silla?
Magdalena parpadeó, levantó la vista apenas y respondió con una calma que desarmaba:
—Para no olvidarme de mí misma.
Lorena no entendió del todo. Pero esa noche, mientras lavaba los platos en silencio, no pudo dejar de pensar en la frase.
Durante años, Magdalena había vivido para los demás.
Para su esposo, Rubén, quien un día dijo que iba por cigarros y no volvió. Para sus hijos, Alicia y Tomás, que crecieron rápido, se mudaron lejos y solo llamaban en Navidad. Para su suegra enferma, a la que cuidó hasta el último día sin recibir ni un gracias.
Y cuando todos se fueron, Magdalena se miró al espejo del baño y no reconoció a la mujer que le devolvía la mirada.
No sabía qué le gustaba comer, qué música disfrutaba, qué le dolía o qué le hacía reír. Solo sabía servir. Dar. Cuidar.
Por eso, un día, fue a la bodega, sacó el espejo que usaba su madre para peinarse y lo colocó frente a ella. No para maquillarse. No para ajustarse el cabello. Solo para verse.
Al principio no aguantaba más de cinco minutos.
Pero con el tiempo, se quedó más. Diez. Quince. Una hora.
A veces lloraba. A veces se reía. A veces solo respiraba y pensaba: “Sigo aquí.”
Las cosas empezaron a cambiar una tarde nublada, cuando una joven se acercó al porche con pasos inseguros.
—¿Puedo sentarme?
Magdalena asintió. La joven, de unos 22 años, se llamaba Abril. Había vuelto al barrio después de un intento de suicidio. Su familia la evitaba. Los vecinos cuchicheaban.
No dijo una palabra durante la primera hora. Solo se sentó en silencio, frente al espejo, con los ojos cerrados.
Volvió al día siguiente. Y al otro.
Después llegó otra mujer: doña Teresa, 75 años, viuda dos veces. Luego Clara, madre adolescente, escapando de un marido violento. Luego Elena, recién jubilada, sintiéndose invisible en su propia casa.
Cada una traía su silla.
Nadie hablaba mucho. A veces compartían un café. O un pan dulce. Pero la mayor parte del tiempo, solo estaban. Viéndose. Respirando. Llorando sin culpa. O simplemente existiendo sin exigencias.
El vecindario comenzó a transformarse sin que nadie lo notara.
Mujeres que antes cruzaban la calle sin saludarse, ahora se mandaban mensajes para coordinar la “hora del espejo”. Mujeres que nunca se habían permitido llorar, ahora lo hacían sin esconderse. Mujeres que creían no tener valor si no cuidaban a alguien más, ahora se cuidaban entre ellas.
Un día, una adolescente del barrio, Alma, se sentó frente al espejo y dijo en voz alta: “Me quiero quedar.” Había sido diagnosticada con depresión, se había fugado una semana antes. Nadie supo dónde estuvo. Esa tarde, la buscaron en casa. Estaba en el porche de Magdalena, con el rostro tranquilo por primera vez.
Otra noche, Clara trajo una grabadora y puso un bolero suave. Magdalena no dijo nada, pero sonrió. A la siguiente semana, alguien más trajo velas. Y otra, cojines. El porche se volvió un santuario.
Y el espejo, un altar silencioso.
Pero como todo en este mundo, la calma fue interrumpida.
Una vecina conservadora, doña Beatriz, envió una carta al municipio denunciando “reuniones sospechosas que podrían incluir brujería o prácticas satánicas.” Dijo que Magdalena estaba “influyendo negativamente en las jóvenes del barrio.”
Un inspector vino a revisar. Magdalena le ofreció un té de manzanilla. El hombre, incómodo, revisó el porche, miró a las mujeres sentadas, y se fue sin decir nada. Pero una semana después, recibió una notificación oficial: tenía prohibido “utilizar el espacio público para actividades no autorizadas.”
Magdalena bajó la cabeza. Pensó en desistir.
Pero esa noche, todas las mujeres trajeron sus sillas y las colocaron dentro de su casa.
“Si el porche no es nuestro,” dijo Abril, “entonces lo será tu sala.”
Y así comenzó la segunda etapa: el salón de los espejos.
Con el tiempo, Magdalena enfermó. Un diagnóstico impreciso. Dolores constantes. Cansancio. No lo dijo. No quería preocupar.
Pero una tarde, se desmayó mientras servía té. Abril la llevó al hospital.
Durante su estancia, el porche quedó vacío por primera vez en años.
El vecindario lo notó. Se sintió distinto. Más frío. Más gris.
El día que Magdalena regresó, lo hizo en silla de ruedas.
Pensaron que no volvería a poner el espejo.
Pero esa misma tarde, a las seis en punto, Abril colocó la silla vacía frente a ella y puso el espejo.
Y Magdalena lloró. Lloró como si todo el cuerpo se le deshiciera. Pero no de tristeza. Sino de alivio. De gratitud.
Dos semanas después, Magdalena falleció.
En paz. Con la mano de Abril en la suya. Y el espejo aún brillando con la última luz del día.
Al día siguiente, las mujeres del barrio llenaron el porche de sillas. Colocaron espejos frente a cada una. No hablaron. Solo se miraron a sí mismas, unas a otras, como testigos vivientes de una revolución silenciosa.
Lorena propuso algo.
—Hagamos de esto algo permanente.
Y así nació La Casa del Espejo.
Hoy, es un espacio abierto donde cualquiera puede llegar, sentarse frente a un espejo, y recordarse que existe.
No hay terapias.
No hay gurús.
Solo sillas, espejos, y personas que ya no quieren olvidarse de sí mismas.
En una de las paredes hay una frase grabada:
“No vine a salvar a nadie. Solo aprendí a no desaparecerme. Y eso, a veces, salva.” — Magdalena
Y cada tarde, cuando cae el sol, alguien enciende una vela en el porche. No para iluminar a los demás.
Sino para recordarse que aún respira.
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