Un café en Saint-Germain

(París, 1956)

La lluvia acababa de ceder, dejando las aceras húmedas y brillantes como espejos rotos, reflejando los faroles amarillentos que titilaban a lo largo del boulevard Saint-Germain. El aire olía a café fuerte, a pan recién horneado y al humo de cigarrillos que flotaba como una niebla espesa alrededor de los cafés donde París se entregaba a la conversación, al jazz y a las miradas clandestinas.

En Les Deux Magots, aquel café célebre por haber albergado a poetas, filósofos y amantes, Claudine Moreau ocupaba una mesa junto a la ventana. Tenía 27 años, los labios pintados de rojo carmesí y un abrigo gris claro que contrastaba con la penumbra de la noche. Era ilustradora de portadas para editoriales modestas, un trabajo mal pagado pero suficiente para mantener su pequeña buhardilla en Montparnasse y alimentar sus sueños.

Entre sus manos sostenía una libreta de dibujo. El lápiz se movía nervioso, atrapando líneas rápidas, sombras, un perfil que parecía escapársele cada vez que intentaba definirlo. No dibujaba un rostro real presente en la sala, sino la silueta de un hombre que había visto hacía media hora: un sombrero ladeado, un abrigo largo, una forma de andar que le quedó grabada en la memoria como una melodía incompleta.

No sabía quién era, pero había algo en él que la había perseguido desde el instante en que lo vio cruzar bajo la lluvia.

El tintinear de la campanilla sobre la puerta del café la sacó de su ensueño. Claudine levantó la vista.

Era él.

Entró sacudiéndose el agua de los hombros, con ese aire entre fatigado y elegante que sólo tenían los hombres que habían visto demasiado mundo. Se quitó el sombrero con un gesto lento, miró alrededor como quien busca algo que había perdido… hasta que sus ojos se detuvieron en ella.

Claudine sintió que la respiración se le cortaba.

El hombre caminó hacia su mesa, como si el destino lo hubiera llevado directo hasta ahí.

Buenas noches —dijo con voz grave, cada palabra cayendo como una piedra en el agua—. Me parece que me estaba dibujando.

Ella apretó la libreta contra el pecho, sonriendo con nerviosismo.
—Tal vez. ¿Le molesta?

Él inclinó la cabeza y, sin pedir permiso, se sentó frente a ella. Se inclinó apenas para mirar el cuaderno.
—Depende… —sus labios dibujaron una curva ambigua—. No, no me molesta. Pero si me dibuja, tendrá que saber quién soy.

Se presentó como Étienne Duval, periodista recién regresado de cubrir la guerra en Argelia. Tenía ojeras profundas, piel curtida por el sol africano y unos ojos oscuros que no miraban, sino que parecían medir el peso de cada gesto.

Pidieron café y una botella de vino barato. La conversación comenzó cautelosa, como dos desconocidos tanteando los bordes de un mapa. Pero pronto se convirtió en un duelo vertiginoso de ideas, risas y confesiones. Hablaron de música —ella adoraba a Edith Piaf, él prefería el jazz de Dizzy Gillespie—, de política, de literatura. Ella mencionó a Camus con fervor; él respondió con una carcajada amarga:

—Camus es un hombre que quiere consolar al mundo sin haberlo escuchado gritar lo suficiente.

Claudine lo miró con fascinación y un poco de temor. Nunca había conocido a alguien que hablara con esa mezcla de furia y cansancio.

En un momento, mientras encendía un cigarrillo, Étienne bajó la voz.
—¿Sabe? Cuando regresé de Argelia pensé que no volvería a sentir nada nuevo. Creí que la vida se había vaciado. Y entonces la vi a usted, dibujando en esta ventana. Fue como si París hubiera cambiado de color.

Claudine sostuvo su mirada, sintiendo que algo invisible los unía. No era amor todavía, ni siquiera deseo. Era más profundo: el reconocimiento de dos soledades que se habían encontrado por azar.

La noche avanzó. La lluvia volvió a caer, suave, como si quisiera escuchar. El camarero apagó las luces a las dos de la mañana y los invitó a salir.

Caminaron sin rumbo por Saint-Germain, entre charcos que reflejaban los neones. Llegaron hasta el Pont Neuf, donde el Sena corría oscuro bajo la niebla.

—Si tuviera que irme mañana, ¿qué me diría para que no la olvidara? —preguntó Étienne.

Ella dudó un instante y luego respondió con una voz casi temblorosa:
—Que hay lugares donde uno debe volver, aunque sea solo para comprobar que el amor todavía duele.

Él sonrió, con tristeza y deseo mezclados.
—Me iré en dos días. Me han asignado otra misión, esta vez en El Cairo.

Claudine quiso protestar, aferrarse a él, pero sus labios encontraron otro camino. Lo besó. Un beso largo, con sabor a vino, a tabaco y a lluvia.

Cuando se separaron, Étienne sacó una servilleta doblada del bolsillo de su abrigo.
—Es mi dirección en París. Escríbame, aunque no tenga nada que decir.

Ella la guardó como si fuera un tesoro. Y lo vio alejarse entre la niebla, hasta que su silueta desapareció.


Los años después

Claudine nunca volvió a verlo. Supo, por rumores en los periódicos, que Étienne había viajado por Medio Oriente, luego por Vietnam, después nadie supo más. Algunos colegas decían que había muerto en un bombardeo, otros que seguía escribiendo crónicas bajo seudónimo.

Ella, en cambio, siguió dibujando portadas, siguió caminando por los mismos bulevares, siguió mirando cada tanto aquella mesa junto a la ventana de Les Deux Magots.

En su buhardilla, dentro de una caja de madera, guardaba la servilleta amarillenta y doblada. Nunca se atrevió a escribirle. Nunca. Y sin embargo, cada vez que abría la caja, sentía que aquella dirección era más que un papel: era un pasaporte hacia un París secreto, un París que sólo existía cuando llovía.

A veces, en noches de tormenta, Claudine se sorprendía susurrando para sí:
“Hay lugares donde uno debe volver…”

Y París, bajo la lluvia, siempre le respondía.