Bajo la Tormenta

La lluvia caía implacable sobre el asfalto, creando pequeños ríos que corrían hacia las alcantarillas. Desde el interior de mi auto, con la calefacción encendida y la música suave de fondo, vi una figura pequeña en la esquina. Una niña, no tendría más de ocho años, sostenía un ramo de flores marchitas mientras el agua empapaba su delgada chaqueta. Algo se removió en mi pecho. Apagué el motor.

—¡Oiga, señor! ¿No quiere flores para su esposa? —me gritó cuando me acerqué, su voz apenas audible por el ruido de la lluvia—. Están muy bonitas, se las dejo baratas.

Sin dudarlo, me quité la campera y se la puse sobre los hombros. Era demasiado grande para ella, pero al menos la cubría.

—Toma —le dije, extendiéndole mi paraguas—. Te vas a enfermar así.

Sus ojos se abrieron como platos, sorprendida por el gesto.

—No, señor, no puedo aceptar esto. Mi mamá me dijo que no reciba cosas de extraños.

—Tu mamá tiene razón, pero esto no es un regalo. Es un préstamo mientras trabajas —mentí con una sonrisa—. ¿Cuántas flores tienes?

La niña contó rápidamente, moviendo los labios en silencio.

—Veinte ramos, señor. A mil pesos cada uno, pero se los puedo dejar en ochocientos porque están un poquito maltratadas por la lluvia.

Saqué mi billetera y le extendí veinte mil pesos.

—Me llevo todas.

—¿Todas? —preguntó incrédula—. Pero señor, ¿qué va a hacer con tantas flores?

—Se las voy a regalar a la gente que pase por aquí. Así otros también tendrán un día más bonito.

Una sonrisa tímida iluminó su rostro empapado.

—¿De verdad? ¡Qué bueno es usted! Mi mamá no lo va a creer.

—¿Dónde está tu mamá? —pregunté mientras tomaba los ramos.

—En casa, cuidando a mi hermanito que está enfermo. Por eso salí yo hoy, para que ella no se moje.

El corazón se me encogió. Esta pequeña estaba aquí, bajo la tormenta, tratando de cuidar a su familia.

—¿Sabes qué? Quédate con la campera y el paraguas. Ya no los necesito.

—Pero señor…

—Sin peros. Y ahora vete a casa corriendo, que tu mamá debe estar preocupada.

Ella asintió, abrazó los billetes contra su pecho y comenzó a correr, pero se detuvo y gritó:

—¡Gracias, señor! ¡Que Dios lo bendiga!

La vi alejarse bajo la lluvia, protegida ahora por mi paraguas rojo, hasta que desapareció en la esquina. Regresé a mi auto empapado hasta los huesos, pero con el alma más liviana que nunca.

Mientras encendía la calefacción y me secaba el cabello con una toalla que tenía en el asiento trasero, no pude evitar sonreír. Los veinte ramos de flores perfumaban todo el interior del vehículo, llenándolo de color y esperanza.

Esa tarde repartí cada una de esas flores: a la señora del semáforo, al guardia de seguridad, a la muchacha que esperaba el autobús, a cualquiera que cruzara mi camino. Y cada sonrisa que recibí a cambio me recordó que había tomado la decisión correcta.

A veces, bajo la lluvia, encontramos la oportunidad perfecta para ser la luz que alguien más necesita.

Gracias por llegar hasta acá. Escribo y comparto gratis porque sé lo que es no poder pagar, y aun así necesitar una historia que abrace. A veces no sé si voy a poder seguir. Soy mamá, escritora, y estoy cansada. Muy. Pero sigo, porque escribir es lo único que todavía me salva un poco. Si alguna vez podés apoyarme —con un cafecito, un comentario, lo que sea—, te lo agradezco con el alma. Porque no tengo mucho, pero tengo esto. Y lo doy todo.

Gracias por no dejarme sola.