Renacer
La noche en que el abuelo me llevó con él fue como si el mundo entero hubiera cambiado de color. Yo venía de un rincón oscuro y frío, de un callejón donde las paredes rezumaban humedad y los pasos ajenos siempre sonaban apresurados, como huyendo de algo. Él, en cambio, caminaba despacio, con una calma que me desconcertaba, como si nada malo pudiera tocarlo.
Su casa estaba en una calle tranquila, donde las ventanas tenían macetas con flores y las puertas se cerraban con un golpecito suave, no con candados oxidados. Era una casita modesta, de techo bajo y paredes encaladas, con un porche de madera que crujía bajo nuestros pies. Pero para mí, que había dormido en cartones, se sintió como un palacio.
Al abrir la puerta, un olor cálido me envolvió. No era solo el aroma de la sopa que había traído en un termo, sino el olor de hogar: madera vieja, café recién hecho, y un leve perfume a lavanda que venía de las sábanas tendidas.
—Aquí dormirás, hijo —me dijo, guiándome hasta una pequeña habitación. En una esquina había una cama cubierta por una manta de cuadros rojos y azules.
Me quedé mirándola sin atreverme a sentarme.
—No es mucho, pero es tuyo… mientras quieras —añadió, con una sonrisa que parecía prometer que no me echaría a la primera.
Aquella primera noche apenas dormí. Me quedé despierto escuchando el crujido de la madera, el tic-tac de un reloj en la sala, y su respiración tranquila al otro lado de la pared. No recordaba la última vez que me había sentido seguro.
Las primeras semanas
Al principio me costaba confiar. Me sorprendía despertarme y encontrarlo todavía ahí. Mi instinto me decía que, como todos, tarde o temprano me dejaría. Pero él tenía una paciencia que desarmaba cualquier sospecha.
—Arriba, campeón —decía cada mañana, abriendo la cortina para que entrara la luz—. El sol no espera.
Me enseñaba a calentar agua sin que hirviera demasiado, a tostar pan sin quemarlo, a preparar huevos revueltos. Si me salían mal, él no se enojaba; solo me decía:
—La cocina es como la vida, hijo: si la riegas, vuelves a empezar.
Después del desayuno, se sentaba conmigo en una mesa pequeña y abría un cuaderno nuevo. Yo apenas sabía leer, así que él, con una paciencia infinita, me enseñó a juntar letras. “M-A-M-A”, “P-A-N”. Cuando logré leer mi primera frase entera, él me aplaudió como si hubiera ganado una medalla olímpica.
—La educación, hijo —decía, limpiando sus lentes—, es el pan que nunca se endurece.
El parque y las historias
En las tardes me llevaba al parque. Caminábamos despacio, y mientras yo corría detrás de las hojas secas, él se sentaba en una banca y me contaba historias. Algunas eran cuentos, otras eran pedazos de su vida.
Un día, mientras veíamos a unos niños jugar, me dijo:
—Yo tuve una hija, ¿sabes? —Su voz bajó, como si el viento pudiera llevarse sus palabras—. Era más o menos de tu edad cuando la vida se la llevó.
Yo no entendí del todo lo que significaba perder a un hijo, pero sentí su tristeza como un peso en el aire. Tal vez por eso me cuidaba como si fuera suyo. Y creo que fue entonces, sin decirlo, cuando decidimos que íbamos a llenar los vacíos del otro.
La promesa
Un día de invierno, mientras encendíamos la chimenea, él me puso una mano firme en el hombro. Afuera, el viento golpeaba las ventanas, pero adentro el calor nos envolvía.
—Prométeme algo, hijo.
—¿Qué cosa, abuelo?
—Que si algún día puedes ayudar a alguien, lo harás… aunque esa persona no lo merezca.
Fruncí el ceño. No entendía por qué recalcaba “aunque no lo merezca”, pero asentí con seriedad.
—Lo prometo.
Él sonrió, satisfecho, como si acabara de sellar un pacto sagrado.
No sabía entonces que esa promesa me pondría, muchos años después, frente a la mujer que un día me cerró la puerta en la cara.
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