Eran las 10 de la mañana, sala de audiencias del Tribunal Superior de Justicia, Ciudad de México. 100 personas

en silencio, expectantes, nerviosas. En la mesa de acusados estaba Patricia

Morales, 34 años, enfermera, madre de dos hijos, esposa de Javier. Nunca había

estado en un juzgado, nunca había necesitado abogado, nunca había hecho nada malo hasta hoy. Hoy estaba acusada

de fraude médico, 200,000 pesos robados del hospital donde trabajaba, de

medicamentos vendidos ilegalmente, de recetas falsificadas, de pacientes

cobrados por servicios nunca realizados. Las pruebas eran claras, documentos con

su firma, transferencias a su cuenta bancaria, testimonios de compañeros,

todo perfecto, demasiado perfecto, porque Patricia no lo había hecho, nunca

había falsificado recetas, nunca había robado medicamentos, nunca había

defraudado a nadie. Alguien había usado su identidad, alguien la había

incriminado, pero nadie le creía. El juez entró. Licenciado Ernesto Beltrán,

55 años, toga negra impecable, rostro serio, ojos fríos. 20 años en el sistema

judicial, 20 años tomando decisiones que cambiaban vidas, 20 años cobrando por

esas decisiones, porque el juez Beltrán era corrupto, no tomaba casos, tomaba

sobornos. La directora del hospital, Dra. Valeria Sánchez le había pagado

300,000 pesos para asegurar que Patricia Morales fuera condenada, para asegurar

que la sentencia fuera larga, para asegurar que una inocente pagara por un

crimen que la directora misma había cometido. El abogado de Patricia

presentó evidencia, testigos, registros, pruebas de que Patricia estaba en otros

turnos cuando se falsificaron recetas, de que no tenía acceso a las cuentas

donde llegó el dinero, de que era víctima, no criminal. El juez Beltrán

escuchó con cara de interés, con gestos de consideración, con la actuación

perfecta de 20 años de práctica. Después dictó sentencia Patricia

Morales. Te declaro culpable de fraude médico agravado, falsificación de

documentos, robo. Te condeno a 12 años de prisión sin derecho a libertad

condicional. Las palabras cayeron como martillazos. 12 años. 12 años de vida robada. 12 años

lejos de sus hijos, lejos de su esposo, lejos de todo. Javier gritó desde el

público, “¡No! Ella no hizo nada, es inocente.” Los guardias lo sacaron. Sus

hijos lloraban. Mateo de 7 años, Emma de cinco. No entendían. Solo sabían que

mamá no iba a casa. Patricia miró al juez con ojos que entendían, que sabían.

Usted sabe que soy inocente. El juez Beltrán no respondió, solo golpeó el

mazo. Caso cerrado. Llévensela. Patricia fue esposada, arrastrada fuera de la

sala, hacia prisión, hacia vida que no merecía, hacia injusticia que gritaba al

cielo. Pero lo que el juez Beltrán no sabía, lo que la doctora Sánchez no

imaginó, lo que nadie en esa sala podía prever, era que la justicia real no vive

en juzgados, vive en consecuencias. Y las consecuencias estaban por llegar, no

con ángeles vengadores, no con relámpagos divinos, sino con la verdad

que siempre, siempre encuentra la manera de salir. Si esta historia te indigna,

déjame tu like y suscríbete. Cuéntame en los comentarios de qué país me ves y si

has visto esta injusticia. Ahora sí te cuento lo que el juez Beltrán nunca vio venir. 20 años atrás,

Ernesto Beltrán no era el juez corrupto, era Ernesto Beltrán, estudiante de

derecho, 22 años, idealista. Soñaba con justicia, con defender inocentes, con

ser el cambio que México necesitaba. Venía de familia humilde. Su papá era taxista. Su mamá vendía tamales en el

mercado. Él fue el primero en ir a universidad con beca, con sacrificio,

con noches sin dormir estudiando. Se graduó con honores, pasó el examen de la

barra, se convirtió en abogado. Trabajó en defensoría pública, defendiendo

pobres, gente recursos, gente que el sistema pisoteaba, ganaba poco, 3000

pesos al mes, apenas le alcanzaba para renta, comida, transporte, pero era

feliz porque hacía diferencia, porque salvaba vidas, porque importaba. Se casó

con Laura, su novia de la universidad, también abogada, también idealista. La

boda fue en jardín pequeño con 50 invitados, con votos que escribieron

ellos mismos, prometiendo luchar juntos por justicia, por los olvidados, por

cambiar el mundo. Tuvieron una hija Daniela, preciosa, de ojos grandes como

su mamá, risa que llenaba la casa como campanas. Primeras palabras fueron papá.

Primeros pasos fueron corriendo hacia Ernesto cuando llegaba del trabajo. Era

perfecta, era todo, era razón para trabajar más duro, para ser mejor, para

construir mundo donde ella pudiera crecer segura. Todo iba bien hasta que

Daniela se enfermó. Leucemia a los tres años empezó con moretones pequeños en

las piernas. Después cansancio extremo. La niña que corría todo el día, ahora

dormía todo el tiempo. Después fiebres que no bajaban. Los doctores hicieron

pruebas: análisis de sangre, biopsia de médula. El diagnóstico llegó como

sentencia de muerte, leucemia linfoblástica aguda, agresiva, avanzada.

Los tratamientos costaban lo que Ernesto ganaba en un año, cada mes. Primera

quimioterapia, 25000 pesos. Segunda, 30.000. Tercera, 40.000 porque las

complicaciones requerían hospitalización. Las medicinas para controlar náuseas,

3,000 pesos semanales. Los antibióticos cuando su sistema inmune colapsaba,