El mazo golpeó la madera con un estruendo que hizo temblar las paredes de la sala 3 del Palacio de Justicia de

Barcelona. 15 años de prisión. Las palabras del juez Martín Solde Vila

resonaron como una sentencia de muerte. Carla Vidal, empleada doméstica de 52

años, sintió que sus rodillas cedían, no podía respirar. A su izquierda, los

abogados del billonario Enric Castelló sonreían con satisfacción.

A su derecha, su hijo Mark, de 23 años, gritaba que aquello era una injusticia

mientras dos agentes de seguridad lo contenían. Todo había comenzado 6 meses atrás

cuando Carla fue acusada de robar una colección de relojes valorada en 3

millones de euros de la mansión de los Castelló en Pedralves. La evidencia

parecía aplastante. Las cámaras de seguridad mostraban a Carla entrando al

despacho privado de Enrick a las 11 de la noche, justo cuando los relojes

desaparecieron. Su tarjeta de acceso había sido registrada, sus huellas estaban en la

caja fuerte y lo más condenatorio. Dos de los relojes aparecieron en su modesto

apartamento en Hospitalet durante un registro policial. Pero Mark sabía que

algo no encajaba. Su madre llevaba 25 años trabajando para familias adineradas

de Barcelona sin una sola queja. Era meticulosa, honesta, hasta la obsesión.

Jamás había tomado ni un euro que no le perteneciera. La noche del supuesto robo, Carla le había llamado llorando,

diciéndole que el señor Castelló le había pedido que fuera a buscar unos documentos urgentes a su despacho. Me

dio su código personal de la caja fuerte Mark. Me dijo que era una emergencia.

Durante el juicio, la defensa de Carla fue débil, casi inexistente.

Su abogado de oficio, apenas hizo preguntas, aceptó todas las pruebas sin

cuestionarlas. Mark observó algo que le eló la sangre. vio al juez Sol de Vila y al abogado de

Castelló intercambiar una mirada cómplice cuando se presentó la evidencia

del registro domiciliario. Fue apenas un segundo, pero Mark lo

captó. esa noche no pudo dormir. Al día siguiente la sentencia, mientras su

madre era trasladada a la prisión de Wat Rus, Mark tomó una decisión que

cambiaría todo. No iba a quedarse de brazos cruzados. Pidió dos meses de

permiso en su trabajo como programador y comenzó su propia investigación. Lo

primero que hizo fue solicitar, mediante la ley de transparencia todos los

documentos públicos relacionados con el juez Sol de Vila. Lo que descubrió fue

inquietante. En los últimos 5 años, Sol de Vila había presidido 17 casos que

involucraban a personas adineradas de Barcelona. En 14 de esos casos, las

víctimas eran empleados domésticos o trabajadores de servicio acusados de

robo. Todos fueron declarados culpables. Todos recibieron sentencias severas.

Mark creó una hoja de cálculo y comenzó a buscar patrones. Contactó a las

familias de otros condenados. La primera fue Rosa Méndez, cuyo hermano había sido

sentenciado a 12 años por supuestamente robar joyas de una mansión en Sarriá.

“Mi hermano murió en prisión hace dos años”, le dijo Rosa con voz quebrada.

Nunca dejó de decir que lo había tendido una trampa. El dueño de la casa era

empresario textil, un tal Jordi Rivas. Después del juicio, Ribas vendió su

empresa por una fortuna y se mudó a Mónaco. El nombre Ribas le sonó familiar

a Mark. Investigó y encontró que Jordi Rivas y Enric Castelló habían sido

socios en un desarrollo inmobiliario en Diagonal Mar 5 años atrás. Más

interesante aún, ambos aparecían en fotografías de eventos benéficos junto

al juez Sol de Vila. En una gala en el liceo, los tres posaban sonrientes con

copas de champán. Mark profundizó más. Contrató a un investigador privado

retirado llamado Ferran Bosch, quien había trabajado 30 años en los mozos de

escuadra. Ferran era escéptico al principio, pero cuando Mark le mostró sus hallazgos, su

expresión cambió. “Muchacho, esto huele a red de corrupción”, dijo Ferrán

encendiendo un cigarrillo en su oficina de Gracia. “Pero necesitamos evidencia

sólida. Los jueces están protegidos por capas y capas de burocracia.”

Ferrán comenzó a seguir al juez Sol de Vila. durante tres semanas documentó sus

movimientos. Cada jueves por la tarde, Sol de Vila visitaba un restaurante exclusivo en el

Born llamado El Mercat Sacred. Siempre se sentaba en el reservado del

fondo y siempre se reunía con las mismas dos personas, Enric Castelló y un hombre

que Ferrán identificó como Pau Esteve, director de una firma de seguros de

lujo. Una tarde, Ferrán logró algo arriesgado. Instaló un micrófono direccional desde

un edificio contiguo. La calidad no era perfecta, pero captó fragmentos de

conversación. que hicieron que Mark sintiera que finalmente tenía algo. La

próxima tiene que ser más creíble. Demasiados casos seguidos, la del chóer

en Pedralves está lista. Sol de Vila, necesitas mostrarte más imparcial en la

siguiente. Mark transcribió todo, pero sabía que una grabación no autorizada no

sería admisible en juicio. Necesitaba algo más, algo que vinculara directamente al juez con beneficios

económicos. Le tomó dos semanas más, pero lo encontró. Transferencias

bancarias. Sol de Vila había recibido pagos regulares de una empresa fantasma

registrada en Andorra. Mark rastreó la empresa y descubrió que su administrador

era el cuñado de Pau Steve. El esquema comenzó a revelarse. Personas adineradas