Introducción: La humillación pública de un niño lustrador

El escupitajo cayó directo sobre la caja de madera gastada. El líquido viscoso

resbaló lentamente sobre los cepillos desgastados, las latas de betún bolladas, los trapos manchados que

representaban todo lo que el niño poseía en este mundo. El hombre de traje gris

sonrió con desprecio mientras alejaba su zapato recién lustrado. “Toma, mocoso

mugroso. Eso es lo que vales”, dijo el hombre lanzando una moneda de un peso al

suelo lodoso. “Y lárgate de aquí antes de que llame a la policía. Niños como tú deberían estar prohibidos en esta plaza.

Carlitos Ramírez, de apenas 12 años, sintió como las lágrimas quemaban sus ojos, pero no podía permitirse llorar.

No aquí, no frente a todos los que observaban la escena en la plaza de armas de Puebla. Sus manos pequeñas,

curtidas por el betún y el frío de las madrugadas temblaban mientras limpiaba la saliva de su caja con la manga

rasgada de su camisa. El nudo en su garganta se apretaba más con cada segundo. La tarde del 23 de noviembre de

2014 caía pesada sobre la ciudad. Carlitos había llegado a la plaza a las

5 de la mañana como cada día desde hacía 8 meses, cuando su padre, don Miguel

Ramírez, de 42 años, había sufrido el accidente que le destrozó la columna en

la construcción. Ahora don Miguel permanecía postrado en un colchón delgado en su casa de lámina en la

colonia La Libertad, incapaz de moverse, incapaz de trabajar, viéndose obligado a

enviar a su hijo mayor a las calles. Carlitos tenía tres hermanos menores,

Lupita de 9 años, Pedrito de 6 y la bebé Rosita de apenas un año y medio. Su

madre, doña Carmen, de 38 años, lavaba ropa ajena desde las 4 de la madrugada

hasta las 11 de la noche, ganando apenas 150 pesos por día cuando había trabajo.

Pero 150 pesos no alcanzaban para cinco bocas, las medicinas de don Miguel, el

pañal de la bebé y el alquiler de 700 pesos mensuales de la vivienda de una sola habitación donde dormían todos

juntos. Por eso Carlitos estaba aquí. bajo el sol implacable o la lluvia

helada, ofreciendo lustrar zapatos por 15 pesos el servicio. En los días

buenos, cuando la suerte lo acompañaba, llegaba a casa con 80 o 100 pesos. En

los días malos, como hoy, apenas juntaba 30. ¿Por qué ese señor te trató así,

Carlitos?, preguntó una voz infantil a su lado. Era Lupita, su hermana, quien

debería estar en la escuela, pero había faltado nuevamente, porque sus únicos zapatos se habían roto hacía tres

semanas. La niña lo había seguido hasta la plaza sin que él se diera cuenta, preocupada

porque su hermano no había desayunado. Traía en sus manos un pedazo pequeño de

tortilla dura del día anterior. “No es nada, Lupita”, mintió Carlitos forzando

una sonrisa mientras secaba rápidamente sus ojos. “Vuelve a casa. Mamá te va a

regañar, pero tengo hambre, Carlitos. Anoche solo comimos frijoles aguados.”

Pedrito lloró toda la noche porque le dolía la panza. Esas palabras atravesaron el corazón de Carlitos como

cuchillos. Sabía exactamente de qué hablaba Lupita. Anoche, su madre había

preparado una olla de frijoles con solo medio kilo de granos y mucha agua para

que rindiera. No había tortillas suficientes, no había huevos, no había

leche para la bebé. que lloraba inconsolable mientras doña Carmen le daba agua con un poco de azúcar en un

biberón remendado con cinta adhesiva. “Esta noche va a ser diferente”,

prometió Carlitos, aunque en su interior sabía que era mentira. “Voy a traer dinero para pan dulce, te

lo prometo.” Lupita lo abrazó con fuerza y se fue corriendo por las calles

empedradas. Carlitos se quedó solo mirando su caja manchada de saliva, la

moneda de un peso en el lodo, y sintió algo quebrarse dentro de él. ¿Hasta

cuándo? ¿Hasta cuándo tendría que soportar la humillación, el hambre, la

desesperanza? Esa noche había sido particularmente cruel. Después de regresar con solo 35

pesos tras 12 horas de trabajo, Carlitos entró a su casa y encontró una escena

que se grabó en su memoria como hierro candente. Su padre, don Miguel, estaba sentado en el colchón con lágrimas

corriendo por su rostro curtido. Sus manos, que alguna vez levantaron bultos de cemento de 50 kg, ahora temblaban

inútiles sobre sus piernas paralizadas. Perdóname, hijo soyozaba don Miguel. Yo

debería estar trabajando. Yo debería estar poniendo comida en esta mesa. No, tú eres un niño. Deberías estar

estudiando, jugando fútbol con tus amigos, no lustrando zapatos de hombres que te escupen. No digas eso, papá,

respondió Carlitos, ocultando sus propias lágrimas. Pronto vas a mejorar.

El doctor dijo que El doctor mintió. Interrumpió don Miguel con voz quebrada.

No hay operación. No hay medicamento, no hay nada. Mi columna está rota para

siempre. Soy un estorbo, una carga. Ustedes estarían mejor sin No, gritó

doña Carmen, interrumpiendo esa frase terrible antes de que se completara. No vuelvas a decir eso, Miguel. Somos una

familia. Dios nos va a ayudar. Tiene que ayudarnos. Pero esa noche, mientras

Carlitos se acurrucaba en el suelo frío de concreto junto a sus hermanos, escuchó algo que le heló la sangre. Su

madre estaba en la esquina de la habitación, de rodillas, con las manos entrelazadas, susurrando una oración

desesperada. Dios mío, sé que no soy nadie para pedirte nada. Sé que he cometido errores en mi vida, pero mis

hijos, mis bebés tienen hambre, señor. Carlitos está perdiendo su infancia en

las calles. Lupita no puede ir a la escuela. Pedrito está enfermo de desnutrición y la bebé, ay, señor, la

bebé llora porque no tengo leche para darle. ¿Dónde estás? ¿Por qué nos has abandonado? Dame una señal, una

oportunidad, lo que sea, pero por favor dejes que mis hijos sufran más. Yo

aguanto lo que sea, pero a ellos no. Son inocentes, no merecen esto. El silencio

que siguió a esa oración fue ensordecedor. No hubo respuesta, no hubo señal, solo