En las colinas de una región próspera de Judea, donde el sol suele bañar la

tierra con una luz dorada y cálida, se alzaba una estructura que desafiaba la

sencillez del paisaje circundante. No era una simple casa, ni siquiera una

morada acomodada. Era una mansión de proporciones desmedidas, construida con

la piedra más blanca y pura, traída de canteras lejanas. Sus muros se elevaban

como una fortaleza de vanidad, diseñados no para proteger, sino para impresionar

y humillar a quien se atreviera a mirar desde abajo. Sin embargo, la verdadera

historia, aquella que nos convoca hoy, no sucedía en la fachada imponente que

deslumbraba a los viajeros, sino en el interior, en la penumbra de un salón

principal tan vasto que los pasos resonaban como ecos. En una caverna

vacía. La cámara de nuestra atención desciende lentamente, ignorando los

tapices finos bordados con hilos de plata que cuelgan de las paredes,

ignorando las estatuas de bronce que adornan las esquinas para centrarse en

el suelo. Un suelo de mármol tan pulido que parecía un lago congelado, una

superficie inmaculada donde se podía ver el reflejo del techo abovedado.

Pero ese espejo de piedra estaba siendo perturbado. En el centro de esa

inmensidad blanca, una figura pequeña y encorbada rompía la perfección estética

del lugar. Era una joven, apenas una muchacha, cuyas manos pálidas y huesudas

frotaban la piedra con un ritmo frenético y desesperado. El sonido era

áspero, monótono, casi hipnótico. El roce de las cerdas duras de un cepillo

de raíces contra la superficie lisa. Ras, ras, ras. No había música, no había

risas, no había vida en esa casa. solo ese sonido constante de limpieza

compulsiva. La joven vestía arapos que alguna vez pudieron haber sido una

túnica decente, pero que ahora colgaban de su cuerpo febril como la piel

marchita de una fruta olvidada. Su cabello, empapado en sudor frío, se

pegaba a su frente y a sus mejillas, ocultando parcialmente un rostro que

bajo la capa de agotamiento y enfermedad guardaba una belleza triste y resignada.

De repente, el ritmo de la limpieza se interrumpió, no por voluntad propia,

sino por la debilidad del cuerpo humano llevado al límite. Un espasmo recorrió

la espalda de la joven. Sus hombros se contrajeron violentamente y el silencio

del salón fue destrozado por una tos seca, profunda y dolorosa. Era el sonido

de unos pulmones que luchaban por cada bocanada de aire, un estruendo gutural

que rebotaba en las paredes frías, amplificando la soledad de la muchacha.

El cepillo se le resbaló de los dedos entumecidos, golpeando el mármol con un

clac agudo que pareció resonar más fuerte que cualquier grito. Ella se

llevó una mano al pecho, apretando la tela sucia su corazón, como si intentara

mantenerlo latiendo a la fuerza mientras su cuerpo se doblaba sobre sí mismo,

buscando un alivio que el suelo duro no podía ofrecerle. Desde lo alto, en el

rellano de una escalera monumental que se curvaba elegantemente hacia el piso

inferior, una sombra se proyectó sobre la escena. No era una sombra cualquiera. Tenía

peso, tenía presencia. Allí estaba él, el dueño de todo aquello. Un hombre

vestido con túnicas de lino importado, teñidas con el púrpura más costoso que

el dinero podía comprar. En sus dedos brillaban anillos de oro macizo con

piedras preciosas que captaban la luz que entraba por las ventanas altas. Pero

su rostro no reflejaba la luz. Era una máscara de severidad y desdén

calculados. No había preocupación en sus ojos al

escuchar la tos desgarradora de la joven. No había el más mínimo instinto

paternal, ni un atisbo de compasión humana. El hombre descendió un escalón y

luego otro con una lentitud deliberada. Sus sandalias de cuero fino apenas

hacían ruido, pero su presencia llenaba la habitación de una tensión asfixiante.

Se detuvo a mitad de la escalera, apoyando una mano cuidada sobre la

barandilla de madera tallada. Desde su posición elevada, observó a la joven

como quien observa una mancha molesta en una obra de arte. Sus ojos recorrieron

el suelo de mármol, buscando imperfecciones, buscando polvo,

ignorando por completo el sufrimiento de la persona que estaba a sus pies. Para él, ella no era sangre de su sangre en

ese momento. Era una herramienta defectuosa, un mecanismo que fallaba en su única función, mantener su mundo

impecable. La joven, sintiendo la mirada pesada sobre su nuca, intentó

recomponerse. El miedo inyectó una dosis efímera de adrenalina en sus venas

enfermas. Con un esfuerzo visible, tragó la tos que aún le quemaba la garganta.

limpió con el dorso de la mano un hilo de sangre que asomaba por la comisura de sus labios y buscó a tientas el cepillo.

Sus dedos temblaban incontrolablemente, haciendo que el objeto de madera

golpeara nuevamente el suelo antes de que pudiera agarrarlo con firmeza. No se

atrevió a levantar la vista. Sabía que encontrar los ojos de su padre en ese

momento no traería consuelo, sino una sentencia muda de más trabajo. El hombre

en la escalera no necesitó pronunciar palabra alguna. Su lenguaje corporal era

un decreto absoluto. Hizo un gesto sutil con la mano, un movimiento seco y

cortante de su muñeca, señalando una esquina lejana del salón, donde la luz