El sonido chirriante de las patas de madera arrastrándose contra el piso de cerámica rompió el silencio sepulcral

que dominaba la casa aquella tarde. No era un ruido de limpieza ni el ajetreo

habitual de una mudanza organizada. Era un sonido áspero, forzado y cargado de

una intención sombría que parecía oscurecer el ambiente más que las propias nubes de tormenta que se

agolpaban en el exterior. El hombre, un hijo ya entrado en la madurez, con el

rostro endurecido por una mezcla de frustración acumulada y una frialdad calculadora, empujaba la cama

improvisada a través del pasillo. Sus movimientos eran mecánicos, desprovistos

de cualquier vacilación o duda moral. Sus manos firmes sobre el borde del

colchón viejo no temblaban y su respiración se mantenía constante, como

si estuviera ejecutando una tarea doméstica trivial en lugar de condenar a

su propia madre al desamparo. Sobre aquel colchón desgastado, una figura

pequeña y frágil se dejaba llevar sin ofrecer resistencia. La anciana, cuya

piel parecía papel de arroz arrugado por el tiempo observaba el techo del pasillo

pasar sobre sus ojos con una confusión silenciosa y dolorosa.

No había gritos, no había súplicas, ni siquiera un llanto audible. Sus ojos,

nublados por las cataratas y la demencia senil, buscaban el rostro de su hijo,

tratando de encontrar en él algún rastro del niño que alguna vez sostuvo en sus

brazos, pero solo hallaban una máscara de indiferencia impenetrable. Ella no

entendía por qué su lugar de descanso estaba siendo movido, ni por qué la

calidez de su habitación habitual estaba siendo reemplazada por una corriente de

aire cada vez más húmeda y fría a medida que se acercaban a la parte trasera de

la vivienda. El recorrido por la casa fue lento y tortuoso. Pasaron frente a

la sala de estar, donde un televisor de pantalla gigante descansaba apagado,

reflejando en su superficie negra la triste procesión. Los muebles de cuero,

las alfombras limpias y las decoraciones costosas eran testigos mudos de la

prosperidad del Hijo, una prosperidad que contrastaba violentamente con la

miseria. del destino que le estaba imponiendo a la mujer que le dio la vida. Al llegar a

la cocina, el aire cambió. El olor a café rancio y productos de limpieza fue

sustituido por el olor a tierra mojada y ozono que se colaba por las rendijas de

la puerta trasera. La tormenta no era una sorpresa. Se había anunciado durante

horas con un cielo que pasó de un gris melancólico a un negro opresivo cargado

de electricidad estática. El hijo se detuvo frente a la puerta que daba al

patio trasero. Soltó el colchón por un momento, no para reconsiderar su acción,

sino para abrir el paso. Giró la perilla con una naturalidad espeluznante y

empujó la puerta. El viento irrumpí en la cocina de inmediato, agitando

las cortinas y trayendo consigo las primeras hojas secas que remolineaban en

el exterior. Sin mirar a la anciana, volvió a tomar el colchón y lo empujó

hacia afuera, cruzando el umbral que separaba la seguridad del hogar de la intemperie hostil. Las ruedas

improvisadas de la base de la cama golpearon contra el desnivel del concreto del patio, sacudiendo levemente

el cuerpo frágil de la madre, quien se aferró con sus manos huesudas a los

bordes de la sábana, como si intentara anclarse a la única cosa familiar que le

quedaba. El lugar elegido no tenía techo, ni siquiera un toldo que

ofreciera un resguardo parcial. Era un rincón del patio donde el suelo de

cemento estaba agrietado y donde el jardín descuidado comenzaba a invadir el

espacio. El hijo acomodó la cama allí bajo la inmensidad de un cielo que

parecía a punto de desplomarse. Se enderezó limpiándose las manos en los

pantalones, como si quisiera sacudirse el problema que acababa de depositar

allí. Por primera vez en todo el proceso, bajó la mirada hacia ella. La

anciana lo miró de vuelta, temblando ligeramente por la brisa helada que

comenzaba a calar sus huesos. En su mirada no había juicio, solo una

interrogante infinita, una inocencia que hacía el acto aún más monstruoso. Ella

no sabía que estaba siendo castigada por ser una carga, por requerir cuidados,

por ocupar espacio en una vida que su hijo quería despejar. El hombre dio

media vuelta dándole la espalda a la imagen de su madre encogida en el exterior. Sus pasos de regreso a la casa

fueron rápidos, impulsados por el deseo de borrar la escena de su mente lo antes

posible. Cruzó el umbral hacia la cocina y agarró la puerta con ambas manos. La

madera crujió al ser empujada contra el marco, luchando contra la resistencia

del viento, que parecía querer mantener la puerta abierta, como si la propia

naturaleza intentara impedir el encierro. Con un empujón final y seco,

la puerta se cerró, pero eso no fue suficiente para él. Llevó su mano al

cerrojo de seguridad. El sonido metálico de la llave girando dos veces resonó con

una finalidad absoluta en la cocina vacía. Clac, clac.

Ese ruido marcó la sentencia. No era solo una puerta cerrada, era una barrera

física y simbólica que él ería entre su comodidad egoísta y la responsabilidad

humana. se quedó allí parado un momento con la mano aún sobre la llave fría,

respirando hondo, convenciéndose a sí mismo de que era necesario, de que no

tenía otra opción, tejiendo mentiras mentales para justificar lo injustificable.

Al otro lado del vidrio, la oscuridad había terminado de devorar el día. Las

nubes, pesadas como plomo, no pudieron contenerse más. Una gota solitaria y

pesada golpeó el cristal de la ventana justo a la altura de los ojos del hombre, deslizándose lentamente como una