“Flores para la memoria”

El sol de la tarde bañaba las calles polvorientas de San Miguel con una luz dorada que parecía alargar las sombras y ralentizar el tiempo. Tomás, un chico de apenas diecisiete años, caminaba despacio, con la mochila colgando de un solo hombro y una flor silvestre en la mano. Siempre la elegía en el mismo punto del camino: un terreno baldío donde, pese al abandono, crecían flores resistentes que parecían desafiar el olvido del mundo.

No necesitaba mirar la dirección a la que iba. Sus pasos lo guiaban de memoria hasta el asilo “Santa Esperanza”, un edificio de muros gastados y ventanales altos que olían a madera vieja y a lavanda. Entraba sin hacer ruido, saludando con un gesto tímido al personal, y caminaba directo a la habitación 214.

Allí lo esperaba doña Clara, una anciana de cabello blanco y manos delgadas como ramas secas. Sus ojos, a veces claros y llenos de luz, a veces nublados por la confusión, lo recibían con una mezcla de ternura y desconcierto.

—Buenas tardes, doña Clara. Aquí tiene su flor favorita —decía siempre Tomás, poniéndosela en las manos como si se tratara de un tesoro.
Ella lo miraba y sonreía, aunque a veces la pregunta era inevitable:
—¿Y tú quién eres, cariño?
—Solo un amigo —respondía él, con la misma paciencia de siempre.

Durante meses, Tomás se convirtió en parte de su vida diaria. Le leía historias viejas de amor y aventura, le pintaba las uñas de un rosa suave, le peinaba el cabello con cuidado, cantándole bajito canciones que él sabía por su abuela. A veces ella reía, otras lloraba. Y, en ciertos días, lo confundía con un actor de telenovelas o con un amor que quizá solo existió en su juventud.

El personal del asilo lo veía con cariño y respeto. “Ese muchacho tiene un alma vieja”, decían, “y un corazón más grande que cualquiera”. Muchos residentes recibían visitas esporádicas de hijos o nietos que venían por compromiso, pero Clara solo lo tenía a él.

Una tarde, mientras Tomás la peinaba frente a la ventana, Clara lo miró con una intensidad inusual.
—Tienes los ojos de mi hijo —susurró.
Él sonrió.
—Tal vez el destino me los prestó.
Ella bajó la mirada.
—Mi hijo se alejó cuando empecé a olvidar… dijo que yo ya no era su madre.
Tomás le apretó la mano.
—A veces, cuando la memoria se va, también se va la gente. Pero no todos se olvidan.

Esa frase quedó flotando en la habitación como un juramento.

El tiempo pasó, y un día, Clara no despertó. Se había ido tranquila, con la última flor silvestre que Tomás le llevó todavía fresca sobre su mesa. El funeral fue pequeño, casi íntimo. Los pocos familiares que quedaban aparecieron de pronto, con rostros incómodos y palabras vacías, como si quisieran saldar una deuda con la muerte y no con la vida.

Una enfermera, con lágrimas en los ojos, se acercó a Tomás.
—Hijo, ¿por qué nunca dejaste de venir?
Él tragó saliva y respondió, sin mirar a nadie más:
—Porque era mi abuela. Todos la abandonaron cuando enfermó. Yo no. Aunque ella ya no supiera quién era yo.

Ese día, los familiares entendieron algo que tal vez les pesaría toda la vida: la sangre no es lo único que define a la familia.

Meses después, Tomás seguía llevando flores silvestres al asilo, pero ahora para otros residentes que rara vez recibían visitas. En el cuarto 214, que había quedado vacío, dejó una carta que decía:

“Doña Clara, gracias por enseñarme que el amor no necesita ser recordado para existir. Mientras yo viva, usted tampoco será olvidada.”

Y así, entre flores y memorias prestadas, Tomás continuó cuidando de aquellos que, como su abuela, habían sido olvidados por el mundo, demostrando que el verdadero vínculo no nace de la memoria, sino del corazón que se niega a dejar de querer.