El ataúd blanco era tan pequeño que cabía en los brazos de un solo hombre.

Catalina observaba desde la primera fila cómo bajaban a su hijo de 9 meses, que

nunca llegó a respirar, mientras sus manos temblaban sobre su vientre, ahora

vacío. El silencio del cementerio de Monik era absoluto hasta que escuchó los

tacones. Eran las 11 de la mañana de un martes de marzo en Barcelona y Alexandra

caminaba hacia el funeral con un vestido negro ajustado que no podía ocultar su

barriga de tres meses. Junto a ella, tomándole la mano con una naturalidad

obscena, venía Gustavo, el esposo de Catalina, el padre del bebé que estaban

enterrando y el padre del bebé que Alexandra llevaba en su vientre.

Catalina sintió que el mundo se detenía. Las pocas personas que habían asistido,

su madre, dos amigas del trabajo, la vecina del quinto, giraron sus cabezas

al unísono. El murmullo fue instantáneo, como un enjambre de avispas despertando.

Su madre se puso de pie de inmediato, bloqueando el paso. ¿Cómo te atreves?

Su voz cortó el aire como un cuchillo. Gustavo soltó la mano de Alexandra por

primera vez desde que llegaron. Vengo a despedirme de mi hijo. Las palabras

cayeron sobre Catalina como piedras. su hijo, el hijo que él había destruido sin

siquiera tocarlo. El hijo que dejó de latir exactamente 72 horas después de

aquella llamada telefónica. La llamada que cambió todo. Había sido un domingo

por la noche. Catalina estaba en la semana 36 de embarazo preparando la

última maleta para el hospital. El móvil de Gustavo vibró sobre la mesa

del comedor mientras él estaba en la ducha. La pantalla se iluminó con un

mensaje. ¿Le vas a decir hoy o le digo yo que estoy embarazada de tres meses?

El nombre en la pantalla era Alexandra, la coordinadora de eventos de la empresa

donde Gustavo trabajaba como director de marketing. La mujer de 28 años que

Catalina había conocido en la cena de Navidad de la compañía, que le había

sonreído mientras le preguntaba cuándo salía de cuentas, que había tocado su

barriga y le había dicho que sería una madre maravillosa.

Catalina leyó el mensaje tres veces antes de que su cerebro lo procesara.

Luego vinieron los demás mensajes, abrió el WhatsApp completo. Había fotos, había

planes, había conversaciones sobre nombres de bebé, había promesas de

Gustavo diciéndole a Alexandra que dejaría a Catalina después del parto,

que solo estaba esperando a que naciera el bebé para no causarle estrés durante

el embarazo. El estrés llegó de todas formas. Cuando Gustavo salió de la

ducha, Catalina estaba sentada en el sofá con el teléfono en una mano y la

otra sobre su vientre. No lloró, no gritó, solo preguntó, “¿Cuánto tiempo?”

Gustavo palideció, intentó acercarse, pero ella levantó la mano. ¿Cuánto

tiempo? 6 meses. 6 meses. Catalina estaba de 9

meses de embarazo. Él había comenzado la aventura cuando ella tenía 3 meses,

cuando todavía sufría náuseas matutinas, cuando todavía no se le notaba la barriga, cuando él le decía que estaba

más hermosa que nunca y que no podía esperar a conocer a su bebé. “Vete”,

dijo Catalina con una calma que no sentía. “Ahora Kata, ¿podemos hablar de

esto? que te vayas. Esa noche Catalina no durmió. Se quedó despierta sintiendo las

patadas de su bebé, preguntándose cómo era posible que un ser tan inocente

estuviera creciendo dentro de un mundo tan roto. A las 3 de la madrugada, las

patadas se detuvieron. Al principio pensó que el bebé estaba durmiendo. A

las 6, cuando seguía sin moverse, llamó a su madre. A las 7 estaban en el

Hospital Clinic. A las 8:30 una doctora con ojos cansados le confirmó que no

había latido cardíaco. Lo siento mucho. A veces el estrés extremo puede. Catalina no escuchó el

resto. Solo podía pensar en una cosa. Su bebé había muerto de tristeza. Su bebé

había sentido cada lágrima que ella no derramó esa noche. Había absorbido cada

pedazo de dolor que ella intentó contener y se había rendido. Indujeron

el parto al día siguiente, 42 horas de trabajo para traer al mundo a un niño

que nunca lloraría. Catalina lo sostuvo durante 3 horas. era perfecto. Tenía las

cejas de ella y la nariz de Gustavo. Tenía las manos más pequeñas que había

visto en su vida y estaba frío. Gustavo intentó entrar a la habitación del

hospital. Su madre lo echó físicamente. Él envió flores. Catalina las tiró a la

basura. Él envió mensajes. Ella bloqueó su número. Él fue al apartamento. Ella

había cambiado las cerraduras y ahora estaba aquí en el funeral de su hijo con

la mujer que había destruido su familia. Embarazada, desafiante, como si tuviera

algún derecho a estar allí. Este es un lugar privado dijo la madre de Catalina,

bloqueando aún el camino. No sois bienvenidos. Soy el padre”, insistió Gustavo, pero su

voz sonaba hueca. “Tengo derecho a estar aquí.” Catalina se puso de pie.

Entonces, todos los ojos se volvieron hacia ella. Caminó lentamente hacia

Gustavo y Alexandra y por primera vez en tres días habló directamente con él.

“¿Trajiste a tu amante embarazada? Al funeral del hijo que ella ayudó a matar.”

El silencio que siguió fue ensordecedor. Alexandra dio un paso atrás, pero

Gustavo se mantuvo firme. Nuestro hijo murió por causas naturales, Catalina. El