“El día que me despidieron, mi hija me salvó”

Ese día me desperté como cualquier otro, con la alarma marcando las 6:00 am, los ojos hinchados de cansancio y el corazón acelerado por la rutina que me esperaba. Me levanté sin hacer ruido para no despertar a mi pequeña Sofi, preparé su lunch, le alisté su uniforme con esmero, y mientras el café burbujeaba en la vieja cafetera, repasaba mentalmente los pendientes del trabajo. Tenía reuniones, correos por responder y una entrega urgente.

No imaginaba que en cuestión de horas, todo lo que conocía se iba a desmoronar.

Llegué puntual a la oficina. Saludé como siempre, con esa sonrisa forzada que uno aprende a llevar por educación o por costumbre. A media mañana, mi jefe me llamó. Su rostro era más serio de lo habitual, y sin rodeos, soltó la bomba:

—Lo siento, Leticia. Estamos haciendo recortes. Hoy es tu último día.

No entendí. Literalmente no entendí. Me quedé mirándolo como si hablara en otro idioma.

—¿Cómo que mi último día? ¡Llevo cinco años aquí! ¡Cumplo con todo, incluso trabajo horas extra sin cobrar! ¿Qué hice mal?

Pero él solo bajó la mirada. No hubo explicaciones. No hubo empatía. Nada.

En menos de media hora, tenía que desalojar mi escritorio. Me entregaron una cajita de cartón, la misma con la que veía salir a otros compañeros cuando los echaban. Esa caja, con mis pocas pertenencias, fue el símbolo de mi derrota. Mis fotos con Sofi, mi taza de “La mejor mamá del mundo”, un par de carpetas, y una planta medio seca.

Salí del edificio conteniendo las lágrimas. No quería llorar en la calle, no quería mostrar debilidad. Pero cada paso que daba era más pesado. Llegué al metro con esa cajita temblando entre mis brazos, como si también sintiera el peso de mi vergüenza. Pensaba en la renta, en la comida, en la colegiatura, en las cuentas… en todo. Menos en mí.

Cuando llegué a casa, Sofi me recibió como siempre: con los brazos abiertos y esa risa que podía iluminar hasta el día más gris.

—¡Mami! ¿Ya regresaste? —corrió a abrazarme.

Yo forcé una sonrisa. No quería que lo notara.

—Hola, mi amor. Sí… ya estoy aquí.

—¿Por qué tan temprano?

—Hoy salí antes del trabajo —dije, intentando sonar casual.

Pero ella me miró fijamente. Tiene apenas siete años, pero sus ojos son de los que todo lo ven. Me escaneó el rostro, vio la cajita, mis hombros caídos… y dejó su muñeca en el sillón.

—Mamá, ¿por qué estás triste?

Sentí que se me quebraba el alma.

—No, mi vida. No estoy triste… solo fue un día difícil en el trabajo.

Ella no dijo nada. Frunció el ceño, pensativa, y luego salió corriendo a su habitación. Escuché cómo abría cajones, cómo arrastraba una silla, y luego regresó con una cajita de galletas toda abollada. Me la extendió con ambas manos.

—Toma, mami.

—¿Qué es esto? —le pregunté con sorpresa.

Ella la abrió con cuidado. Dentro había montones de moneditas de todos los tamaños. Algunas brillaban, otras estaban sucias, unas eran de cinco pesos, otras de diez centavos. Todo un pequeño tesoro.

—Son todas las monedas que me dabas para la merienda —me explicó con una sonrisa tímida—. Yo no las gasté… porque sabía que algún día las íbamos a necesitar.

Y ahí, en ese instante, algo dentro de mí se rompió. Me tapé la boca con la mano para no soltar un llanto descontrolado, pero las lágrimas ya me corrían por las mejillas. La abracé tan fuerte que casi la dejo sin aire.

—Eres mi mayor tesoro, hija. Con o sin monedas… siempre lo vamos a lograr juntas.


Los días siguientes fueron un infierno disfrazado de rutina.

Despertaba cada mañana con el corazón apretado, fingía normalidad para Sofi, y después que ella se iba a la escuela, me ponía a enviar currículums, llenar solicitudes, buscar contactos. Pero nada. Nadie respondía. El desempleo no duele solo por el dinero; duele por el sentimiento de no valer, por la incertidumbre, por la sensación de no ser suficiente.

Un día, con el último billete de cien pesos en la cartera, fui al mercado para comprar arroz y huevos. En la fila, un señor mayor vendía dulces artesanales. Me miró y me dijo con una voz suave:

—¿Quiere probar? Son de tamarindo, hechos en casa.

Le sonreí por compromiso y le dije que no, que gracias. Pero al ver su carrito, algo me hizo detenerme.

Esa noche, ya en casa, le pregunté a Sofi:

—¿Qué dirías si mami empieza a hacer dulces?

—¿De los que hacías antes, en Navidad?

Asentí.

—¡Sí! ¡Los de cajeta con nuez! —gritó emocionada.

Y así empezó todo.

Con los últimos pesos, compré ingredientes. Usé una olla vieja y una cuchara de madera que era de mi abuela. Hice un lote de dulces de leche con nuez. Los empaqué en bolsitas de celofán, les puse etiquetas hechas a mano y salí a venderlos en el parque, en la salida de la escuela, en la estación del metro.

Al principio vendía apenas para recuperar lo invertido, pero la gente los empezó a buscar. Me decían: “¡Saben como los de antes!”, “¡Están hechos con amor!”, “¡Dame tres más!”

Poco a poco fui ganando clientela. Abrí una cuenta en redes sociales con ayuda de mi prima, empecé a recibir pedidos. Luego vinieron las ferias, los bazares, las colaboraciones con cafeterías locales. Y sin darme cuenta… tenía un pequeño negocio.

Un día, mientras acomodaba las bolsas de dulces en una mesa del mercado, alguien me tocó el hombro. Era el señor de los dulces artesanales que me ofreció una muestra semanas atrás.

—Supe que usted es la de los dulces “Dulce Sofía”. Quería felicitarla. Se nota que está hecha con coraje.

Esa noche, al llegar a casa, Sofi me esperaba en pijama, con su librito de cuentos.

—¿Cómo te fue, mami?

La abracé.

—Hoy vendimos todo. Y conocí a alguien que me llamó “valiente”.

—Porque lo eres —me dijo, y se acurrucó en mi pecho—. Siempre lo fuiste.


Dos años después, Dulce Sofía ya no era un puesto improvisado. Era una marca registrada, con una cocina habilitada en casa, una página web y decenas de clientes fijos. Incluso ganamos un pequeño premio de emprendedoras locales. Sofi me acompañaba a todos lados, era mi ayudante, mi inspiración, mi socia.

Un viernes por la tarde, recibí una llamada. Era de la empresa donde me habían despedido.

—Leticia, hemos seguido tu emprendimiento. Estamos organizando un evento corporativo y queríamos saber si puedes encargarte del catering.

No supe si reír o llorar.

—Claro —respondí, con voz serena.

El día del evento, llevé mi mejor presentación, con bandejas bien decoradas, etiquetas elegantes, dulces nuevos y tradicionales. Mientras los exjefes probaban mis creaciones con asombro, uno de ellos me dijo:

—Nunca pensamos que llegarías tan lejos.

Yo sonreí, sin rencor.

—A veces, lo que parece una caída, es solo el impulso para volar más alto.


Esa noche, ya en casa, Sofi me ayudaba a guardar los moldes.

—¿Te acuerdas cuando me diste esa cajita con monedas? —le pregunté.

—Sí, mami.

—¿Sabes algo? Hoy me ofrecieron comprarnos el negocio para distribuirlo en todo el país.

Sus ojitos se abrieron como platos.

—¿Y vas a aceptar?

—No lo sé. Pero lo que sí sé… es que todo empezó con tu cajita de galletas.

Ella sonrió, y se lanzó a abrazarme.

—Te lo dije, mami. Algún día las íbamos a necesitar.