Introducción: El día que escupió la comida

El plato de frijoles cayó al suelo con un golpe seco. Las lágrimas corrían por el rostro de Rodrigo mientras escupía el

último bocado, su orgullo más fuerte que su hambre. El anciano que le había ofrecido la comida lo miraba en silencio

con ojos que parecían conocer un secreto que Rodrigo aún no comprendía. “No

necesito tu lástima, viejo”, gritó Rodrigo limpiándose la boca con rabia.

No soy un perro para comer tus obras. Pero su estómago rugía como trueno.

Llevaba tres días sin probar alimento. Su nombre completo era Rodrigo Sánchez

Morales. Tenía 32 años, pero las arrugas alrededor de sus ojos le sumaban una

década más. Había sido ingeniero civil, un hombre con futuro prometedor, casa en

una colonia decente de Guadalajara y una esposa que lo miraba con admiración.

Todo eso era antes, antes de la adicción al alcohol que le costó su empleo, antes

de que su esposa Mariana tomara a sus dos hijos, Carlitos de 7 años y Sofía de

5, y regresara con sus padres antes de perder el departamento por no pagar la

renta durante 4 meses consecutivos. Ahora Rodrigo dormía en las bancas de la

plaza Tapatía, en el corazón de Guadalajara. Su ropa, una camisa blanca

que alguna vez fue impecable y un pantalón de mezclilla remendado en tres lugares, olía a sudor acumulado y

desesperanza. Sus manos, que antes firmaban contratos de construcción, ahora temblaban constantemente por la

falta de comida y el síndrome de abstinencia. La noche anterior había sido

especialmente brutal. La temperatura había bajado a 12 ºC y Rodrigo solo

tenía un suéter delgado. Se había acurrucado contra la pared de la catedral, rogando que el amanecer

llegara pronto. Entre el frío y el hambre, apenas había dormido dos horas.

Cuando el sol finalmente salió, sus piernas apenas podían sostenerlo. Caminó

arrastrando los pies hasta el mercado de San Juan de Dios, donde los comerciantes comenzaban a abrir sus puestos.

El olor a tamales recién hechos, a atole de masa y a birria hirviendo, lo atormentaba. Su estómago se retorcía con

calambres dolorosos. Hacía 72 horas que no comía nada sólido, solo había bebido

agua de las fuentes públicas. “¿Por favor, señora, ¿no le sobra algo?”, le preguntó a una vendedora de

tortas. La mujer lo miró de arriba a abajo, su nariz arrugándose por el olor. “Lárgate de aquí, borracho. Espantas a

los clientes.” “No estoy borracho”, murmuró Rodrigo. “Llevo llevo 20 días

sin beber”. Era verdad. La ironía cruel de su situación era que finalmente había

logrado dejar el alcohol, pero ahora estaba tan hundido que nadie le creía.

En su rostro demacrado y sus manos temblorosas, todos veían a un alcohólico, no a un hombre luchando por

sobrevivir. Siguió caminando entre los puestos. Una señora tiraba tortillas duras a la basura. “¿Me las puede dar?”,

preguntó con voz quebrada. “Están echadas a perder”, respondió ella sin mirarlo. “No me importa.” La mujer

suspiró y le entregó cinco tortillas tiesas como cartón. Rodrigo las aceptó

como si fueran oro. se alejó a una esquina y mordió una. Estaba tan seca

que raspaba su garganta al bajar. Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿En qué se había convertido? ¿Cómo había caído tan

bajo? Recordó el cumpleaños de Carlitos apenas 10 meses atrás. había comprado

una bicicleta roja con dinero de su último sueldo. Su hijo había saltado de alegría gritando, “Eres el mejor papá

del mundo. Ahora ese mismo niño probablemente ni siquiera quería escuchar su nombre.” Rodrigo se sentó en

el piso de concreto recargándose contra una pared sucia. Cerró los ojos y oró

por primera vez en meses. “Dios, sé que no tengo derecho a pedirte nada. Destruí todo lo que me diste. Lastimé a las

personas que más amaba, pero pero tengo hambre. No sé cuánto tiempo más pueda

resistir. Si hay algún propósito para mi vida, muéstramelo. Y si no, entonces

llévame ya. No quiero seguir siendo esta versión de mí mismo. El sol subía

despiadado. Eran apenas las 9 de la mañana y la temperatura ya alcanzaba los

26 ºC. Rodrigo sentía la deshidratación en cada célula de su cuerpo. Sus labios estaban

agrietados y sangraban en las comisuras. Entonces, a través de la multitud del

mercado, vio al anciano. Era un hombre de unos 75 años con el rostro surcado

por arrugas profundas que hablaban de una vida difícil. vestía ropa sencilla,

pantalón de mezclilla desgastado y camisa de cuadros azules y cargaba una bolsa de mandado. Lo que llamó la

atención de Rodrigo fueron sus ojos claros, penetrantes, llenos de una

calidez que no había visto en semanas. El anciano caminó directamente hacia él,

no con prisa, sino con la determinación tranquila de quien sabe exactamente lo que hace.

Se detuvo frente a Rodrigo y sin decir palabra sacó de su bolsa un tapper de plástico. Lo abrió. Adentro había

frijoles refritos, arroz rojo y tres tortillas de maíz enrolladas. Toma,

hijo, come. La voz del anciano era suave, pero firme, como la de un padre

hablando con su hijo pequeño. Rodrigo miró la comida. Su primer instinto fue

aceptarla, llevársela a la boca con desesperación. Pero entonces vio las manos del anciano manchadas de tierra,

con callos gruesos, las uñas oscuras. Eran manos de alguien que trabajaba en

el campo, de alguien que probablemente tenía tan poco como él. Y algo en Rodrigo se quebró de manera diferente,

no de tristeza, esta vez de rabia, de vergüenza, de un orgullo herido que se

negaba a aceptar que había caído tan bajo que necesitaba las obras de un anciano que probablemente las necesitaba

tanto como él. “Esto es todo lo que valgo”, murmuró.

Las obras de un viejo. El anciano no respondió. Solo sostenía el tapper con

ambas manos esperando. Rodrigo tomó el recipiente. Por un momento, el aroma de

los frijoles lo transportó a la cocina de su abuela, quien había muerto 5co años atrás. Ella siempre hacía frijoles