Esa mañana, el sol pegaba fuerte sobre el concreto caliente de la ciudad. El aire olía a gasolina, a comida quemada y a desesperación. Entre los ruidos de los coches y los gritos de la gente que pasaba apurada, una niña chiquita, flaquita y con el pelo hecho un desastre caminaba descalza por la banqueta.

Se llamaba Lupita y tenía 11 años. Su ropa estaba sucia, rota por los lados, y sus manos llenas de mugre. Pero tenía los ojos bien vivos, como si siempre estuvieran buscando algo… o escapando de algo.

Cargaba una caja vieja con chicles, encendedores y pastillas de menta. Se paraba en los semáforos a ofrecerle a los conductores. Algunos le decían que no con la cabeza, otros ni la miraban. A veces alguien le compraba, pero la mayoría solo le aventaba una moneda sin hablarle.

Llevaba rato ahí cuando un carro lujoso se detuvo de golpe justo frente a ella. No era como los demás. Era grande, negro, reluciente, pero con el cofre humeando. Algo le fallaba al motor.

El conductor se bajó, molesto, revisando el carro. Era un hombre de traje, con cara de no estar acostumbrado a que algo no le funcionara. Se notaba que tenía dinero. Los zapatos que traía… con lo que costaban, Lupita podría haber comido todo un mes.

Pero no se asustó. Ella estaba acostumbrada a hablarle a quien fuera.

—¿Se le descompuso? —le dijo sin pena.

El hombre volteó sorprendido. No estaba acostumbrado a que una niña de la calle le hablara tan directo. Asintió sin decir mucho.

—Parece que se calentó el motor.

—Le puedo ayudar si quiere. Mi amigo del taller está aquí cerquita —insistió Lupita.

—¿Tú sabes de coches? —preguntó él, medio en broma.

—Más o menos —respondió ella, con una sonrisa que mostraba los dientes chuecos pero sinceros—. A veces le ayudo a Don Chuy en su taller. Si quiere le echo un ojo mientras usted llama a alguien.

Fernando, que así se llamaba el hombre, dudó. Pero algo en la niña lo hizo quedarse ahí. Era como si le recordara a alguien, aunque no entendía por qué.

Finalmente, abrió el cofre y se hizo a un lado. Lupita se acercó, metió la cabeza, revisó unas mangueras y dijo segura:

—Es la manguera del radiador. Está floja. Por eso tiró agua. Si quiere le traigo una botellita para rellenar mientras llega el mecánico.

Fernando la miró, más impresionado de lo que quiso mostrar. Ella corrió a una tiendita, pidió una botella y regresó trotando. En el camino casi se le cae, pero no soltó la sonrisa.

Mientras llenaban el tanque, él le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Lupita. ¿Y usted?

—Fernando. ¿Y por qué traes ese carro tan bonito por aquí? Aquí roban.

Fernando rió. La primera risa verdadera que soltaba en días. Tenía semanas encerrado en su mundo de oficinas, números y soledad. No se explicaba qué hacía en esa parte de la ciudad. Solo había tomado una ruta distinta después de dejar unas flores en el panteón, como todos los domingos. Había muerto su esposa hace poco. Pero ni en vida se hablaban mucho.

Mientras hablaban, Fernando se fijó en algo. Lupita levantó la mano para secarse el sudor de la frente… y entonces lo vio.

El anillo.

Era un anillo pequeño, dorado, con una piedrita azul al centro. Un diseño muy particular. No podía ser una coincidencia. Ese anillo… él lo conocía. Se lo había regalado a Claudia hacía muchos años, cuando estaban juntos, cuando eran felices. Lo mandó a hacer especialmente, con una inscripción por dentro. Nadie más podía tener uno igual.

—¿Dónde conseguiste ese anillo? —le preguntó, de pronto, con un tono extraño.

Lupita bajó la mano, como si de pronto le diera miedo. Miró el anillo, luego a Fernando.

—Siempre lo he tenido. Mi mamá me lo dejó.

Fernando sintió un golpe en el pecho. ¿Claudia? ¿Podía ser…? No. Eso era imposible. No sabía nada de ella desde hacía años. Se separaron sin muchas explicaciones. Ella se fue un día, desapareció de su vida, y nunca más supo de ella.

—¿Tu mamá… cómo se llamaba? —insistió, tratando de sonar tranquilo.

Lupita dudó. A veces le cambiaba el nombre a su mamá cuando alguien preguntaba. Pero esta vez, algo le dijo que podía decir la verdad.

—Claudia. Claudia Ramírez.

Fernando se quedó helado. El corazón le latía como si fuera a salirse. No podía ser casualidad. No podía ser solo un anillo parecido. No podía ser que justo hoy, en medio de una calle olvidada, se cruzara con una niña pobre, sucia, pequeña… que cargaba con un anillo de Claudia en el dedo.

—¿Tienes una foto de ella? —le preguntó, con la voz medio rota.

Lupita metió la mano en su caja y sacó una estampita vieja, doblada en las esquinas. Era una mujer sonriendo, el pelo largo, los ojos grandes, la boca con forma de luna.

Era ella. Claudia.

La que le rompió el corazón sin avisar. La que nunca volvió a llamar. La que él pensó que había decidido olvidarlo para siempre. Y ahora, esa niña, con su cara sucia y su voz valiente, le decía que era su hija. O algo muy parecido a eso.

Pero Claudia había muerto… ¿no?

Entonces… ¿por qué esa niña tenía el anillo?

¿Por qué tenía su foto?

¿Por qué tenía sus ojos?