El viento del altiplano boliviano golpeaba las paredes de adobe con la furia de 1000 demonios. Aquella

nochebuena de 2023, a 450
m sobre el nivel del mar, en el alto, la ciudad más alta del mundo, Domitila
Quispe yacía en su camastro de madera cubierto con mantas andinas raídas,
esperando que la muerte finalmente viniera a buscarla.
71 años habían esculpido su rostro como el viento esculpe las montañas del
altiplano. Pero no fueron los años los que redujeron su cuerpo a 38 kg de piel,
huesos y dolor. Fue el cáncer de pulmón en estadio 4 que le devoraba las
entrañas como un cóndor hambriento desgarrando su presa.
otra vez un espasmo violento que sacudió su cuerpo esquelético. Sus manos
temblorosas se llevaron instintivamente a los labios y cuando las apartó, la
sangre brillaba oscura contra su piel curtida por casi cinco décadas, trabajando bajo el sol implacable del
altiplano. No era la primera vez esa noche, no sería la última. “¡Ay
pachamama”, susurró al aire helado de su chosa sin calefacción. Ya no puedo más.
Afuera la temperatura había descendido a 18 ºC bajo 0. La nevada más intensa en
30 años cubría el alto con un manto blanco que resplandecía bajo la luz
plateada de la luna llena. Hermoso y mortal como todo en el altiplano.
Dentro de la chosa, la oscuridad apenas era interrumpida por una vela consumiéndose en un rincón. Domitila no
tenía dinero para comprar más. Tampoco tenía dinero para comida. El pedazo de
pan duro que yacía sobre la mesa de madera astillada llevaba ahí tres días.
No podía tragarlo. Su garganta estaba tan destruida por el cáncer que apenas
podía pasar agua. Los médicos del Hospital del Alto le habían dado tres semanas de vida. Eso fue hace 14 días.
Cada mañana que despertaba era un milagro amargo. Cada respiración era un
recordatorio de que Dios aún no estaba listo para llevarla. Pero Domitila
Quispe no era una mujer que esperara pasivamente a la muerte en un hospital.
Había nacido en estas tierras altas donde el aire es tan delgado que los forasteros se desmayan. Había aprendido
el oficio de partera de su madre, quien lo aprendió de su abuela. en una línea
ininterrumpida de mujeres aimaras que traían vida al mundo con sus propias
manos desde tiempos inmemoriales. 48 años como partera. 3,000 partos
atendidos, 3,000 bebés que respiraron por primera vez gracias a sus manos
expertas y su conocimiento ancestral. 3000 madres que sobrevivieron porque
Domitila Quispe conocía los secretos de las hierbas del altiplano, las oraciones
a la Pachamama, las posiciones antiguas que los médicos de la ciudad habían
olvidado. Si he de morir, tosió otra vez,
manchando de rojo el tejido andino que usaba para cubrirse la boca. Moriré como
vivieron todas las parteras aimaras. trabajando, trayendo vida hasta mi
último aliento. Su mirada recorrió la choza oscura. En un rincón, su aguayo
tejido a mano colgaba de un clavo oxidado. Dentro guardaba las hierbas
medicinales que aún le quedaban: coa para purificar, muña para el dolor,
retama para detener hemorragias. También guardaba las mantas limpias que usaba
para recibir a los recién nacidos, lavadas en el río congelado con sus propias manos temblorosas solo dos días
atrás, porque Domitila Quispe, incluso muriendo, mantenía su instrumental listo
por si acaso, por si la pachamama le concedía un último parto antes de
partir. El dolor en sus pulmones se intensificó como cuchillos de hielo
atravesándola. Buscó a tias el frasco de morfina sobre la mesita. Le quedaban tres pastillas.
El médico le había dado para una semana, pero la dosis ya no era suficiente para controlar el dolor. Había estado tomando
dos al día en lugar de una. Matemática cruel. Tres pastillas, día y medio de
alivio. Después sería agonía pura, dolor insoportable, mientras sus pulmones se
desintegraban y se ahogaba lentamente en su propia sangre. “Señor Jesús”,
murmuró, aunque su fe era una mezcla peculiar de catolicismo traído por los españoles y la religiosidad aimara que
nunca abandonó estas tierras. Si puedes, haz que sea rápido. Sus ojos
se cerraron. El cansancio era tan profundo como el lago Titicaca, tan frío
como las cumbres nevadas de Lilimani que dominaban el horizonte. Quizás esta
noche, quizás mientras dormía la muerte vendría silenciosa y misericordiosa.
Pero entonces recordó por qué seguía sola en esta chosa, por qué nadie
vendría a buscarla cuando finalmente dejara de respirar. Sus cinco hijos.
30 años atrás había enviudado cuando su esposo, minero en las profundidades de
Potosí, murió sepultado por un derrumbe. Ella tenía 41 años y cinco bocas que
alimentar. Se multiplicó entre partos y trabajos de lavandería, vendiendo
tejidos en el mercado, haciendo todo lo humanamente posible para que sus hijos
no pasaran hambre en el altiplano cruel. Los crió sola.
Los vio crecer, los educó con el sudor de su frente y el dolor de su espalda.
Hace 15 años, cuando el mayor tenía 33 y el menor 21, se fueron todos a
Argentina. “Mamá, aquí no hay futuro”, dijeron. “En Buenos Aires encontraremos
trabajo, te mandaremos dinero. Volveremos pronto a visitarte.” Nunca
volvieron. Las primeras remesas llegaron durante 6 meses, luego se espaciaron,
luego dejaron de llegar. Las llamadas telefónicas se hicieron esporádicas, mecánicas, vacías. Sí, mamá, estamos
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