Las tres monedas en la nieve

En el olvidado pueblo de Santa Lucía del Viento, donde el polvo se aferraba a las paredes agrietadas y el tiempo parecía haberse detenido, vivía Damián, un hombre cuya vida se había reducido a una sola cosa: el alcohol.

En las cantinas era conocido por su voz ronca y su andar tambaleante, pero en casa era temido por lo impredecible de su furia. Su esposa lo soportó durante años —gritos, golpes, noches enteras de miseria— hasta que un amanecer decidió marcharse. Se fue con el alma rota, dejando atrás lo más valioso: Mateo, su hijo de apenas ocho años, con la esperanza de que aquella pequeña vida encendiera un poco de humanidad en Damián.

Pero en vez de amor, lo que despertó fue otra forma de crueldad.

Damián comenzó a enviar al niño a las calles. Con apenas un saco raído y los pies descalzos, Mateo mendigaba entre piedras y lodo, bajo la mirada dura de los vecinos que lo rechazaban como si la pobreza fuera una enfermedad. Su estómago vacío gruñía con cada paso, pero más dolía la indiferencia, los insultos y las risas de los adultos que pasaban de largo.

Cada día regresaba con las manos casi vacías y un nudo en la garganta, esperando no despertar la furia de su padre.

Aquella noche, el viento parecía un animal herido golpeando las paredes de la vieja casa. Mateo entró temblando, con los labios morados de frío. No llevaba nada.

Se acercó a su padre con los ojos anegados en lágrimas y dijo apenas en un susurro:
Papá… perdóname, hoy no conseguí nada.

Damián, borracho y ciego de ira, lo empujó y lo golpeó con una rabia que no tenía justificación.
¡Eres un inútil! ¡Ni para mendigar sirves! ¡Lárgate de esta casa!

Las palabras retumbaron como cuchillos en el pecho del niño. Sin pensarlo, Mateo abrió la puerta y salió a la calle. La nieve caía como agujas heladas sobre su piel. Cada paso era una lucha por seguir vivo.

Y entonces, como si el destino le diera una última esperanza, vio en el suelo tres monedas brillando entre la escarcha. Las recogió con manos entumidas, apretándolas contra su pecho como un tesoro, como una prueba de que podía redimirse ante su padre.

Pero el frío fue más fuerte que su pequeño cuerpo.

Al amanecer, Damián despertó con el sabor amargo de la resaca y un recuerdo oscuro que lo golpeó en la conciencia. Salió tambaleándose a la calle… y lo vio.

Mateo yacía inmóvil sobre la nieve, con los labios azules y las pestañas congeladas. En su manita apretaba las tres monedas, como si fueran el último mensaje de amor hacia un padre que nunca lo supo cuidar.

Damián cayó de rodillas, con un grito que desgarró el aire del pueblo. Lo abrazó, temblando, pidiendo perdón una y otra vez, pero el silencio de la nieve le respondió con crueldad.

Había perdido lo único puro, lo único verdadero que la vida le había regalado. Y en ese instante entendió lo irreversible: hay errores que no tienen regreso.