I. La taza vacía

Cada mañana, incluso antes de que el sol iluminara los techos de teja roja, Salvador abría las puertas del café. El olor a café recién molido llenaba el aire, mezclado con el humo tenue de la leña húmeda que usaba para calentar el agua en su vieja cafetera italiana.

Pero lo más curioso era lo que siempre sucedía después. En una mesa junto a la ventana, donde la luz de la mañana entraba con dulzura, colocaba una taza de café recién hecho. Nadie debía tocarla. Nadie debía sentarse ahí.

Era la taza de Clara, su esposa, que había partido hacía 12 años.

—Si no la preparo, parece que el día no empieza —decía Don Salvador, acariciando el borde de la taza vacía, como si el simple gesto lo mantuviera unido a ella.

Los vecinos ya conocían la costumbre, y la respetaban como un secreto sagrado.


II. Historias para no olvidar

Aunque el café nunca estuvo lleno de clientes, siempre había jóvenes del barrio que se acercaban a escuchar a Don Salvador. No iban por el café —que, dicho sea de paso, era el más aromático y fuerte de todo San Isidro—, sino por sus historias.

Él contaba cómo conoció a Clara en una fiesta del pueblo, una noche en la que la orquesta apenas afinaba y los faroles parpadeaban como luciérnagas nerviosas. Recordaba cómo ahorraron durante años, trabajando día y noche, para abrir ese café. Contaba cómo ella pintaba flores en las paredes y servía las galletas con una sonrisa tan amplia que, según él, podía curar cualquier tristeza.

Los jóvenes escuchaban como quien escucha un cuento, pero en la voz de Salvador no había ficción: había verdad, nostalgia y amor.


III. El joven con guitarra

Una tarde de invierno, cuando el viento soplaba helado y los balcones parecían estremecerse, apareció un joven desconocido. Tendría unos 22 años, llevaba el cabello revuelto, una guitarra en la espalda y una mirada cansada, como quien arrastra el peso de un viaje demasiado largo.

Entró sin decir nada, se sentó en una mesa del rincón y no pidió nada.

Don Salvador, sin dudarlo, le sirvió una taza de café. El muchacho lo bebió en silencio, con las manos temblorosas, hasta que al fin murmuró:

—Mi abuelo me habló de este lugar… Dijo que aquí aprendió que el café no se toma para despertarse… sino para recordar.

Las palabras hicieron eco en el corazón de Salvador. Sonrió, y sin darse cuenta, comenzó a hablar de su vida.

El joven escuchaba con atención, como si cada palabra fuera un acorde secreto. Antes de irse, tomó su guitarra y, con voz suave pero firme, le cantó una canción recién compuesta, inspirada en lo que acababa de escuchar.

Cuando terminó, el viejo tenía lágrimas en los ojos.

—Gracias, muchacho —dijo—. Has traído música a estas paredes otra vez.


IV. El renacimiento del café

Aquella canción fue como una semilla. El joven volvió, y con él empezaron a llegar otros: músicos, pintores, poetas, soñadores que buscaban un lugar donde sus voces no fueran ignoradas.

La Esquina del Tiempo se transformó en un refugio para los que tenían algo que decir, aunque nadie más quisiera escucharlos.

El aroma del café se mezclaba con las notas de guitarras, con la tinta fresca de poemas escritos en servilletas, con los bocetos de pintores que plasmaban la figura de Don Salvador detrás del mostrador.

Cada historia de Clara revivía en esas noches, como si la mujer siguiera presente, sonriendo desde algún rincón invisible.


V. El último café

Un amanecer distinto llegó, cargado de silencio. Salvador, con pasos más lentos que nunca, colocó dos tazas en la mesa junto a la ventana.

Una, como siempre, para Clara.
Y la otra, para sí mismo.

Se sentó frente a esa ausencia llena de presencia, miró al cielo por la ventana y, con una voz temblorosa pero serena, susurró:

—Hoy, amor… sí que tomamos el café juntos.

Los vecinos dicen que esa fue la última vez que lo vieron abrir el café. Aquella mañana, Don Salvador cerró los ojos como quien por fin se permite descansar.


VI. La tradición del barrio

La noticia recorrió San Isidro como un río inevitable. El barrio entero lloró a Don Salvador, pero también celebró la belleza de la vida que había compartido con Clara.

Y entonces, nació una tradición.

Cada 15 de julio, fecha en la que él y Clara inauguraron el café, los vecinos abren las puertas de La Esquina del Tiempo. Colocan una taza de café en la mesa junto a la ventana. Nadie la toca, nadie se sienta ahí.

Es la cita eterna de Salvador y Clara.

Y mientras el aroma del café se eleva y las bugambilias se mecen en los balcones, los jóvenes siguen llegando con guitarras, pinceles y poemas. Porque entendieron lo que Don Salvador quiso enseñarles:

Que el café no se bebe solo para despertar…
sino para recordar, para amar, y para no dejar morir la memoria.


VII. Epílogo

Dicen que en las madrugadas más tranquilas, cuando el viento apenas roza los balcones y el barrio duerme, en la mesa junto a la ventana se escucha el tintinear de dos cucharitas.

Como si dos amantes, invisibles pero presentes, siguieran cumpliendo su cita en La Esquina del Tiempo.

Porque hay amores que ni el tiempo… ni la ausencia… pueden borrar.