Capítulo 1 – Los hilos de la noche

El zumbido de los grillos afuera se mezclaba con el tic-tac de un reloj barato en la cocina. Yo fingía dormir, con los ojos cerrados, escuchando cada movimiento de mi madre. Ella encendía la lámpara de mesa, acomodaba la caja de hilos y buscaba con paciencia una aguja delgada. Siempre soplaba antes de enhebrar el hilo, como si con ese soplido pudiera darle dirección y fuerza a la aguja.

El uniforme estaba ahí, colgado en la silla, esperando su turno como paciente en una sala de emergencias. Mi mamá lo revisaba como si fuera un médico: tocaba el dobladillo, levantaba una manga, alisaba las arrugas con la mano. Yo, desde mi cama, escuchaba el sonido de las tijeras y el roce de la tela.

Tenía el mismo uniforme desde hacía tres años. La tela ya no brillaba, y aunque ella lo planchara con dedicación, yo sabía que los demás podían notar el desgaste.

Ese era el ritual de cada inicio de curso: yo pretendiendo dormir, y ella cosiendo en silencio. Era su forma de luchar contra el tiempo, de alargar lo que ya no daba más, de disfrazar la pobreza con hilos invisibles.

Y yo, aunque no lo decía, sentía una mezcla de orgullo y vergüenza. Orgullo por verla pelear con tan poco, vergüenza por no tener lo suficiente para encajar entre los demás.


Capítulo 2 – El miedo a la foto

La noticia llegó como una sentencia: “Foto oficial del colegio”.

Ese día, mientras el maestro lo anunciaba, yo sentí que me apretaba el estómago. Mi pantalón apenas cerraba, el saco ya no ajustaba en el pecho y los zapatos tenían la punta blanca de tanto desgaste. Mis compañeros se reían y hablaban de que se peinarían con gel, de que comprarían camisas nuevas. Yo solo pensaba en cómo esconder mis rodillas.

Esa noche, en la mesa, le dije a mi mamá con un hilo de voz:
—Voy a faltar ese día.

Ella no levantó la mirada de la costura. Solo contestó con calma:
—No vas a faltar. Deja eso conmigo.

Lo dijo con una seguridad tan firme que me calló de golpe. Era como si tuviera un plan secreto, como si ella sola pudiera detener el tiempo y cambiar las cosas.


Capítulo 3 – El taller improvisado

La vi esa misma noche sacar cinta métrica, tijeras, una bolsita de botones guardados de ropa vieja. Midió mis pantalones, desarmó una parte del dobladillo. Se pinchó dos veces y una gota de sangre quedó marcada en la tela. Ella la limpió con saliva, sin quejarse, y siguió cosiendo.

Al día siguiente, fue al mercado y volvió con una bolsita de tinte barato.
—Para revivir el color —dijo, sonriéndome. Y entonces sacó un pedazo de tela idéntico al de mis pantalones.
—Mira esto.

Yo no pregunté de dónde había salido. Solo mucho después supe la verdad.

Esa noche, trabajó hasta tarde. El uniforme quedó sobre la silla, planchado, alargado, con un color casi nuevo.
—Listo —me dijo—. Mañana caminas con la frente en alto.


Capítulo 4 – El día de la foto

El sol de la mañana parecía burlarse de mí, iluminando cada arruga, cada costura. Entré al patio con miedo. Sentía que todos iban a notar el truco, que el uniforme remendado me iba a delatar.

Un compañero se rió:
—¿Ese saco no es de tu hermano?

Me ardieron las orejas. Estaba a punto de contestar cuando la preceptora, con voz fuerte, dijo:
—¡Qué ordenado viniste hoy!

Ese comentario me salvó. Respiré, me acomodé el saco y sonreí para la foto. Y en ese instante creí, por primera vez, que sí podía verme como los demás.


Capítulo 5 – El vestido sacrificado

Cuando regresé a casa, encontré a mi mamá sentada, descalza, con las sandalias rotas. En la mesa estaba su vestido favorito, cortado.

—¿Por qué cortaste tu vestido? —pregunté, sorprendido.

Ella, sin drama, respondió como si fuera lo más lógico:
—Para que tu pantalón te llegue al tobillo. Ese vestido ya no salía de casa, en cambio tú sí.

No supe qué decir. Solo la abracé. Ella se rió y me despeinó, como cuando era niño.

Esa noche entendí que las madres son capaces de desvestirse a sí mismas para vestir a sus hijos.


Capítulo 6 – Juventud y promesa

El tiempo pasó. Yo crecí, cambié de escuela, conseguí trabajos pequeños. Pero cada vez que pensaba en rendirme, recordaba la gotita de sangre en mi dobladillo, recordaba el vestido cortado en pedazos.

Me prometí que un día ella volvería a estrenar un vestido.


Capítulo 7 – Los años de lucha

Trabajé de todo: cargando cajas, repartiendo volantes, limpiando mesas en un café. Estudiaba por las noches, cansado, pero nunca dejé de pensar en mi madre cosiendo bajo la lámpara. Esa imagen era mi motor.

A veces llegaba a casa y la encontraba dormida en la silla, con la aguja todavía en la mano. Yo le quitaba el hilo, la tapaba con una cobija y me quedaba viéndola dormir.

Ella nunca pidió nada. Nunca reclamó nada. Solo daba.


Capítulo 8 – La primera vez que compré ropa nueva

El día que recibí mi primer salario “de verdad”, fui directo a una tienda. Pude comprarme pantalones, camisas, zapatos nuevos. Pero cuando me los probé en el espejo, no sentí nada.

Nada se comparaba con aquel uniforme remendado. Porque esa ropa nueva no tenía hilos de sacrificio, ni sangre, ni noches sin dormir.


Capítulo 9 – El homenaje

Años después, cuando me gradué de la universidad, llevé a mi madre. Le compré un vestido nuevo, elegante. Ella lo miraba con desconfianza, como si no le perteneciera. Yo le dije:
—Mamá, este vestido es tuyo. Yo solo soy el que paga, pero es tuyo desde siempre.

Ella lloró, y yo la abracé como aquella vez en la mesa.


Capítulo 10 – La foto verdadera

Un día, ya adulto, encontré la vieja foto del colegio en un cajón. Ahí estaba yo, con el uniforme impecable, sonriendo nervioso.

La miré y entendí: ese día no estaba vestido con ropa vieja ni con tela remendada. Estaba vestido con el amor de mi madre.

Y por eso nunca, en toda mi vida, volví a sentirme tan bien vestido como en esa foto.


Epílogo

El amor de los padres no siempre compra. A veces cose, remienda, tiñe, sacrifica. Pero siempre alcanza.

Y a mí, me alcanzó para caminar con la frente en alto.