Él se casó conmigo sin tocarme — y luego encontré una habitación secreta con otra mujer


Episodio 2 — Traducción al español mexicano, tono dramático, emocional y cinematográfico

Sus ojos ya estaban bien abiertos… ojos huecos, asustados, y de alguna manera, familiares. Sentí que el aire se me atoraba en la garganta. Retrocedí un paso, el corazón me latía con violencia. Ella estaba despierta. Ella habló. Su voz sonaba como papel rasgado, como alguien que no había pronunciado palabra en meses… o años.
—¿También se casó contigo? —repitió, más despacio esta vez, clavando sus ojos en los míos como si viera un espejo del pasado.

Intenté responder. Mis labios se separaron, pero ninguna palabra salió.

Su mirada cayó a mi anillo de bodas. Entonces, haciendo acopio de toda su fuerza, intentó incorporarse. Los tubos conectados a su brazo tiraron de su piel. Una mueca de dolor le cruzó el rostro.
—Siempre nos trae aquí —susurró—. Una por una.

¿”Nos”? Parpadeé, sin comprender.

—Hubo otras antes de mí —dijo—. Tal vez… después también. ¿Qué año es?

Tragué saliva. Sentí que el estómago se me encogía.
—2025 —dije con voz temblorosa.

Sus labios temblaron. Cerró los ojos con resignación.
—He estado en este cuarto desde el 2020.

Quise salir corriendo. Gritar. Llamar a alguien. Pero la casa estaba demasiado callada. El aire se sentía espeso, pesado. Me obligué a observarla bien por primera vez: tenía una cicatriz delgada en la sien, de esas que no se hacen por accidente. Su piel estaba pálida, pero no enferma. No parecía torturada… parecía conservada.

—¿Por qué? —pregunté al fin, con la voz rota.

Soltó una risa seca. Sin rastro de alegría.
—Porque él no ama. Él colecciona.

La miré, incapaz de entender.

—Mujeres como nosotras. Tranquilas. Suaves. Moldeables. Nos estudia. Nos elige. Se casa con nosotras. Y luego… nos aísla. Primero con silencio. Luego con secretos. Y después… con miedo. —Volteó a ver su cuarto—. Esta es su galería. Su colección privada de obediencia.

Las piernas me fallaron. Me dejé caer sobre el suelo frío. Todo encajaba ahora.
La boda sin intimidad. La puerta cerrada. Los viajes constantes. Sus ojos distantes. Su frialdad medida.

Ella extendió la mano debajo de la almohada y sacó un papel arrugado. Era una fotografía antigua. Había cuatro mujeres. Todas con vestidos azul marino idénticos. Todas con la misma mirada perdida. Una de ellas era ella. Otra… era yo.

—Encontré esto antes de que me pusiera a dormir —dijo—. Tú no eras la primera. Pero tal vez… tal vez sí puedas ser la última.

Y entonces lo escuché.

La puerta principal.

Pasos.

Pesados. Lentos. Deliberados.

Él estaba en casa.

Salté de pie con el corazón desbocado. La mujer —la que aún no sabía cómo se llamaba— me sujetó de la muñeca.
—No lo enfrentes —dijo con urgencia—. Tiene cámaras. Siempre nos vigila. Así es como sabe cuándo desobedecimos.

Susurré:
—Entonces… ¿cómo salgo de aquí?

Ella no dudó.
—No por la puerta principal.

Dirigió su mirada hacia la pared detrás de su cama. Allí, oculta por una cortina sucia, había una rendija de ventilación. Estrecha. Apenas lo suficiente para que pudiera arrastrarme por ella. Me dio una leve y triste señal con la cabeza.

No tenía tiempo para pensar.

Los pasos subían por la escalera.

Solté las llaves. Corrí hacia la rendija. Me metí. Mi vestido se desgarró. Mi brazo se raspó contra el metal oxidado. Pero no paré.

Su voz resonó a mis espaldas.
Serena. Precisa.
—Te dije que nunca abrieras esa puerta, mi amor.

Y luego escuché un estruendo.

No supe si fue la puerta… o un arma.

Pero no miré atrás.

Seguí arrastrándome.

Hacia la luz.

Hacia la verdad.

Hacia la libertad.

Continuará…