Mamá soltera
El reloj marcaba las 5:42 de la mañana cuando Valentina abrió los ojos. La oscuridad todavía cubría la ciudad, y el frío se colaba por las paredes del pequeño cuarto alquilado como si buscara instalarse en sus huesos. No había calefacción, ni alfombra, ni lujos; solo un colchón, una mesa pequeña, una silla coja y un ropero viejo que crujía cada vez que se abría. Pero Valentina no se quejaba: para ella, lo importante era que había un techo sobre sus cabezas y un lugar donde arropar a su hijo.
Se levantó con cuidado, sintiendo el suelo helado bajo sus pies. En la cama, Luca dormía profundamente, con su manita abierta descansando sobre la mejilla, y una respiración suave, casi ronroneante. Tenía apenas un año, pero sus ojos almendrados —cuando estaban abiertos— parecían contener una luz propia, como el sol después de una tormenta. Para el resto del mundo, quizá era solo un niño con síndrome de Down. Para Valentina, era su mayor milagro.
Lo cubrió con una manta azul que tenía olor a jabón barato, le colocó el gorrito de lana tejido a mano y lo acomodó en la mochila portabebés. No podía dejarlo solo. Nunca. Él era su motivo, su fuerza y, al mismo tiempo, su peso más sagrado.
En la parada de autobús, la rutina de siempre: las miradas furtivas de desconocidos, algunas cargadas de curiosidad, otras de incomodidad o lástima. Nadie le preguntaba su nombre. Nadie quería saber de su historia. Era más fácil fingir que no la veían. Pero ella, por dentro, repetía un mantra: camina, Valentina; hazlo por él.
El trayecto fue largo. Las calles grises se iban llenando de vida poco a poco: vendedores abriendo persianas, el aroma de pan recién horneado escapando de una panadería, el rugido de motores impacientes. Cuando llegaron al centro, el paisaje cambió. Los edificios se alzaban como gigantes de cristal y acero, y el más imponente de todos era la torre Arriaga. Sus ventanales oscuros reflejaban el cielo nublado, y por sus puertas giratorias entraban y salían hombres y mujeres con trajes impecables y pasos apresurados. Ahí, decían, trabajaban las mentes más brillantes del país.
Valentina respiró hondo. No tenía título universitario, ni contactos, ni cartas de recomendación. Solo tenía sus manos dispuestas, su experiencia limpiando y organizando, y una determinación que se había endurecido a golpes de vida.
Entró al vestíbulo. El mármol del piso estaba tan pulido que reflejaba las luces como agua. La mujer tras el mostrador la miró de arriba abajo, con una sonrisa tan artificial como el perfume que impregnaba el aire.
—¿Tiene cita? —preguntó, estirando cada palabra como si ya supiera la respuesta.
—No. Pero necesito hablar con el señor Julián Arriaga. Solo cinco minutos —dijo Valentina, firme.
La recepcionista soltó un suspiro breve, casi un bufido.
—Imposible. Él no recibe a nadie sin…
Una voz masculina y grave interrumpió la frase:
—¿Qué sucede aquí?
Valentina se giró y lo reconoció al instante. Lo había visto en noticieros, en revistas de negocios, incluso en una valla publicitaria. Llevaba un traje perfectamente entallado, y sus ojos oscuros parecían evaluar todo lo que miraban. Era el tipo de hombre que parecía vivir en otro mundo, uno inalcanzable para gente como ella.
—¿Es usted Julián Arriaga? —preguntó sin titubear.
Él asintió, arqueando una ceja. Su mirada bajó hasta el bebé que asomaba, dormido, contra el pecho de su madre.
—Necesito trabajo —dijo Valentina—. No pido caridad. Solo una oportunidad para demostrar que puedo hacerlo. Sé limpiar, organizar, cuidar los detalles. Puedo trabajar mejor que cualquiera, y no le costaré un problema. Solo… déjeme intentarlo.
La recepcionista torció los labios, como si aquello fuera una pérdida de tiempo. Julián, en cambio, no apartó la vista de ella. Había algo extraño en la joven: no era su ropa sencilla, ni la voz temblorosa por el frío; era la forma en que sostenía la mirada, con dignidad incluso en medio de la desesperación.
—Siga —dijo al final, girándose hacia el ascensor—. Diez minutos.
Valentina sintió un nudo en el estómago. No era caridad. No era suerte. Era una grieta en una puerta que siempre había estado cerrada para ella.
Entraron en el ascensor. Las puertas se cerraron con un sonido seco. Luca suspiró en su pecho, y ella acarició suavemente su gorrito de lana.
Por primera vez en semanas, Valentina sintió que algo —mínimo, casi invisible— comenzaba a moverse a su favor.
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