El último zapato

El reloj marcaba la medianoche. Yo seguía de rodillas, fregando el suelo de la oficina, con las manos enrojecidas y el olor a lavandina colándose hasta el fondo de mis pulmones. El cansancio me nublaba la vista, pero no podía darme el lujo de detenerme. Cada minuto de trabajo significaba unas monedas más para mi hija.
—Mamá… —una vocecita suave quebró el silencio desde la puerta.
Me giré de golpe. Allí estaba ella: con su uniforme escolar aún puesto y un único zapato en el pie derecho. El izquierdo llevaba semanas roto, pero aun así lo guardaba como un tesoro.
—Todavía no termino, mi amor. ¿Por qué no te dormiste?
Bajó la mirada, jugando con el borde de su falda.
—No puedo… Estaba pensando… ¿y si no me dejan bailar en el concurso porque no tengo los dos zapatos?
Sentí un nudo en la garganta, como si las palabras se me quedaran atrapadas ahí, rehusándose a salir. Me acerqué, la abracé fuerte, acaricié su cabello revuelto.
—Te prometo que vas a bailar —le susurré—. Con zapatos… o sin ellos.
Ella me miró con los ojos grandes, húmedos, llenos de una tristeza que ninguna niña debería cargar.
—Pero no es justo, mamá. Todas las demás niñas tienen zapatillas nuevas, brillantes… y yo solo tengo uno.
No supe qué responder. La impotencia me quemaba por dentro. Esa noche, mientras seguía frotando el piso hasta que mis rodillas dolieron, recé en silencio. No pedí riqueza, no pedí descanso… solo pedí darle a mi hija la oportunidad de soñar sin vergüenza.
Al día siguiente trabajé horas extras, recogí monedas como si fueran tesoros y, con el último esfuerzo de mi cansancio, conseguí comprarle un par de zapatillas de baile usadas. No eran nuevas, pero estaban limpias, enteras, y esperaban en mis manos como un milagro.
Cuando llegué a casa y se las mostré, sus ojos se iluminaron como si de pronto el mundo hubiera encendido todas sus luces solo para ella.
—¡Mamá, son preciosas! —gritó mientras se las probaba, girando frente al espejo—. ¡Mira, me quedan perfectas!
Yo no pude contener las lágrimas.
—Perdóname por no poder darte más, hija…
Ella se lanzó a mis brazos, apretándome con una fuerza que ninguna pobreza puede quebrar.
—Mamá —dijo con esa inocencia que corta el aire—, no me diste zapatos… me diste alas.
Y en ese instante lo entendí: la verdadera riqueza no estaba en lo que faltaba, sino en lo que el amor era capaz de construir con tan poco.
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