El recuerdo más antiguo que conservo no es un cumpleaños, ni un abrazo, ni una voz cantando una canción de cuna. Es el de un estómago vacío gruñendo en medio de la noche, mientras me acurrucaba en una cama que olía a humedad. Tenía siete años y ya había aprendido a no llorar; las lágrimas no llenaban el plato, y en la vecindad donde vivíamos, los niños que lloraban demasiado solo conseguían más regaños que consuelo.
Mi madre se había ido cuando yo apenas caminaba, o al menos eso me contaban los vecinos. Mi padre… ni siquiera tenía un nombre para ponerle rostro. Crecí bajo el cuidado intermitente de una tía que tenía demasiados hijos propios y muy poca paciencia para uno ajeno. A veces me dejaba en la escuela todo el día, no por amor a la educación, sino porque era el único lugar donde me daban un vaso de leche y una galleta. Recuerdo que cuando la leche venía tibia y espesa, la sorbía despacio, cerrando los ojos, como si quisiera prolongar ese momento todo lo posible.
En el barrio, yo era “el callado”, el que se quedaba mirando desde la banqueta cómo los otros jugaban. No porque no quisiera jugar, sino porque mis zapatos estaban tan gastados que se abrían en la punta, y la vergüenza me pesaba más que las ganas de correr. Aprendí a hacerme invisible; si nadie me notaba, nadie me podía lastimar. Pero también, nadie me podía ayudar.
Fue en esos días grises cuando apareció en mi vida la figura que cambiaría mi destino: la profesora Mendoza. Era alta, con el cabello recogido en un moño apretado y unas gafas que parecían aumentar la dureza de su mirada. Su voz cortaba el aire como un cuchillo; bastaba una sola orden suya para que el salón entero guardara silencio. Para mí, al principio, era simplemente “la maestra que no sonreía”.
En clase, su exigencia era implacable. Si olvidabas la tarea, te hacía pasar al frente para explicar por qué. Si escribías mal una palabra, te pedía repetirla diez veces. Los demás niños le temían, y yo también. Pero algo en ella me observaba más de lo que yo quería admitir. Un día, después de que todos se fueron, me pidió que me quedara. Revisó mis cuadernos con calma y dijo:
—Tienes buena letra, pero te falta creer en lo que escribes.
No entendí entonces qué quería decir, pero esas palabras se me quedaron clavadas como una espina.
Con el tiempo, comencé a notar cosas que otros no veían. Una tarde, al salir de la escuela, la vi detenerse en la panadería del mercado. Compró varias bolsas de pan dulce y, en lugar de llevárselas a casa, las dejó discretamente frente a la puerta de una anciana que vivía sola. No tocó ni dijo nada; solo dejó el pan y se fue. Otra vez, la encontré en la plaza, sentada junto a un anciano que vendía dulces. Él le contaba algo, y ella lo escuchaba como si fuera la historia más importante del mundo. No había rastro de su voz dura ni de su mirada severa; parecía otra persona.
Comencé a seguirla de lejos algunas tardes, más por curiosidad que por otra cosa. Descubrí que solía quedarse en la escuela mucho después de que todos se iban, limpiando pupitres, arreglando libros, remendando cortinas. No lo hacía por obligación, sino porque, según escuché un día, “los niños merecen aprender en un lugar digno”. Esa mezcla de rigidez en clase y ternura fuera de ella me desconcertaba.
Mi vida en casa no mejoraba. Las discusiones entre mi tía y su esposo eran cada vez más violentas, y yo trataba de estar fuera el mayor tiempo posible. Fue entonces cuando un día, después de una lluvia intensa, llegué a la escuela empapado y con los zapatos llenos de lodo. Pensaba que me regañaría, pero la profesora Mendoza solo me miró y dijo:
—Ve a la biblioteca, ahí hay un par de toallas. Y quítate esos zapatos antes de que te enfermes.
No había dulzura en su tono, pero sí una preocupación que me sorprendió. Esa tarde, mientras esperaba a que escampara, me llevó un plato con sopa que había traído en un termo. No dijo nada más. Yo tampoco. Pero ese silencio fue más cálido que muchas palabras que me habían dicho en la vida.
Con el paso de los meses, comencé a ayudarla voluntariamente después de clase: acomodaba libros, barría el salón, reparaba cuadernos. Ella me enseñaba a hacerlo bien, sin halagos fáciles, pero con una paciencia que yo no había visto en ningún adulto antes. Un día, mientras arreglábamos un librero, me dijo:
—La disciplina es una forma de cariño. No todos la entienden.
Años después, entendí que esa frase era su manera de decirme que me estaba cuidando.
El último año de primaria fue decisivo. Yo tenía miedo del futuro; no había dinero para seguir estudiando, y la tía ya insinuaba que tendría que ponerme a trabajar. La profesora Mendoza pidió hablar conmigo al final de una clase. Me entregó un sobre y dijo:
—Es una beca para la secundaria. Ya está aprobada. Lo único que tienes que prometerme es que no la desperdicies.
No supe qué decir. Solo asentí, sintiendo un nudo en la garganta. Ella sonrió apenas, lo suficiente para que sus ojos se suavizaran.
—Y otra cosa —añadió—. Pase lo que pase, no te conviertas en un hombre que abandona.
Esa frase se quedó conmigo como una brújula invisible. No entendí entonces por qué la dijo, pero con el tiempo descubrí que su padre la había dejado cuando era niña, y su madre tuvo que criarla sola. Tal vez por eso se empeñó tanto en que yo no repitiera esa historia.
Los años pasaron. Terminé la secundaria con buenas notas, luego la preparatoria, y finalmente me gradué de la universidad gracias a becas y trabajos temporales. Siempre que podía, pasaba por la escuela para saludarla. Ella seguía igual de estricta, pero sus ojos siempre se iluminaban un poco al verme.
El día que conseguí mi primer empleo estable, fui a verla. Le llevé un ramo de flores y una carta. Cuando la leyó, me dijo:
—No me debes nada. Todo lo que hiciste, lo hiciste tú. Yo solo te mostré la puerta. Tú decidiste cruzarla.
Sin embargo, yo sabía que no era así. Ella había sido mi faro en la oscuridad, la primera persona que creyó en mí cuando yo ni siquiera sabía cómo creer en mí mismo.
Hoy, mientras escribo esto, ella ya no está. Partió hace un par de años, y en su funeral, escuché a decenas de exalumnos contar historias parecidas a la mía: el pan dejado en silencio, los libros reparados, la sopa caliente en días fríos. Todos coincidían en que, aunque a veces parecía dura, su generosidad moldeó vidas enteras.
Su promesa sigue siendo la mía: nunca abandonar. Ni a mí mismo, ni a quienes dependen de mí. Porque aprendí que la verdadera bondad no siempre viene envuelta en sonrisas fáciles; a veces, se presenta con un ceño fruncido y manos firmes que, sin decirlo, te sostienen para que no caigas.
Y cada vez que me enfrento a un desafío, escucho su voz, clara y serena, recordándome que la disciplina también es amor.
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