Parte 1 – El Regreso

Provincia de Quảng Trị, Vietnam Central – Marzo de 2025

El anciano bajó del autobús con unas rodillas que ya no confiaban en la grava.
Un bastón se hundió en la tierra roja. Sus botas, más nuevas de lo que aparentaban, se enterraron casi tres centímetros —como si la tierra lo recordara y aún no estuviera lista para soltarlo.
Se quedó ahí parado demasiado tiempo, entrecerrando los ojos hacia los techos bajos de tejas, los árboles de tamarindo y la neblina que desdibujaba las colinas a lo lejos.

“¿Ông cần giúp không?” preguntó un joven con una sonrisa amable.
James Riley asintió. “Busco a… Nhàn,” dijo lentamente, aferrando una foto doblada. “Vivía aquí. En 1965.”

El chico no respondió. Llamó a un hombre mayor. Pasó un minuto. El anciano miró la foto largamente antes de soltar un suspiro.
“Cô Nhàn ya falleció,” dijo con suavidad. “Hace más de veinte años. Pero… venga conmigo.”

James lo siguió por un sendero angosto, pasando por huertos tranquilos y gallinas escarbando la tierra.
El pueblo había cambiado —pero el silencio no. Ese silencio lo recordaba. Era el mismo lugar donde una vez el miedo habitaba en cada hoja, y la bondad solo se susurraba.

Se detuvieron frente a un muro bajo de ladrillos descoloridos por el sol.
Del otro lado había una tumba pequeña, más alta que las demás, rodeada por piedras.
La lápida no tenía nombre. Solo una palabra tallada en cemento: “ĐẤT”
Debajo, la silueta de una huella de pata.

James se arrodilló. Le crujieron los huesos.
Quitó el polvo de la piedra con los dedos.

“Volví, muchacho,” susurró.

Sacó una foto vieja —arrugada, pero clara. En ella, una mujer reía tímidamente a su lado, con un brazo apoyado en un perro delgado, de orejas enormes.
Detrás de ellos, un campo de arroz y una choza de paredes de bambú.

Colocó la foto con cuidado sobre la tumba.

El hombre junto a él preguntó: “¿Usted lo conocía?”
James asintió. “Ese perro me salvó la vida.”

Y no dijo nada más por un buen rato. Solo miró la huella en la piedra, mientras el viento agitaba la hierba.
Y con ese viento, el pasado empezó a aullar de nuevo.


Parte 2 – La Mujer Que Enseñaba Francés a los Fantasmas

Vietnam Central – Marzo de 1965

Su nombre era Nhàn. Hablaba francés como una maestra de Huế, con una voz suave y cuidada, y un acento de quien alguna vez creyó que los libros podían civilizar el mundo.
Dijo que solía enseñar en un lycée, hasta que la guerra hizo desaparecer a los alumnos.

Ahora no enseñaba a nadie.
Sembraba vegetales, vendía hierbas y vivía en una casa de paja tras un muro de piedra, lejos del camino del mercado.
Excepto por Dusty —el perro que encontró a James.

Durante dos días, James permaneció en la parte trasera de su casa —mitad almacén, mitad establo— acostado sobre un lecho de paja. Dusty nunca se apartó de su lado.
El dolor en su pierna venía en oleadas. Ella le daba un té amargo que le dormía la lengua. Hablaba en francés, a veces en inglés, con preguntas cortas y respuestas suaves.

“¿Nom?” preguntó.
“James,” dijo él. “James Riley.”
Ella asintió. “Je suis… Nhàn.”

Esa noche, el relámpago danzaba afuera. El techo de lámina temblaba. Dusty gruñó cuando el trueno rugió —pero permaneció pegado a la cadera de James.
James preguntó, “¿Por qué ayudarme?”
Nhàn se detuvo. Luego respondió, no en francés, ni en inglés —sino en vietnamita.
“Vì tôi còn là con người.”
Él no entendió las palabras, pero el tono lo dijo todo.
Porque aún soy humana.

Al tercer día, ella lo ayudó a salir.
Dusty los guió por el jardín —evitando las cañas de azúcar, ladrando si James se inclinaba demasiado.
Nhàn se rió. “Cree que es tu madre.”

Se sentaron bajo un enrejado de bambú mientras ella hervía arroz y calabaza.
James intentó hablar en fragmentos. “Guerra… no vine a hacer daño. Aterrizaje… equivocado.”
Ella removió lentamente. “La guerra siempre es un error,” respondió en francés. “El aterrizaje solo la acerca.”

Él se señaló. “Soldado. Pero… no asesino.”
Ella no respondió. Solo alimentó a Dusty con un trozo de taro hervido y volvió a entrar.

Esa noche, sacó un montón de libros viejos —poesía francesa, manuales de gramática, amarillos y mordisqueados por insectos.
“Yo solía enseñar,” dijo. “A niños. Hasta que la guerra les enseñó el miedo.”

James observó sus manos. Tenían cicatrices. No de batalla, sino de trabajo —leña, machetes, mortero de piedra.
Ella le dio un lápiz.
“Escribe,” dijo. “No hables. Escribe.”

Así que escribió. Su nombre. Su ciudad —Reno, Nevada.
Ella asintió. “¿Frío?”
Él rió. “Sí. Mucho.”
Luego dibujó —un muñeco de nieve, un árbol de Navidad y un perro.
Ella sonrió. “¿Como Dusty?”
“No,” dijo él. “Dusty… es mejor.”

Pero las sombras ya comenzaban a regresar a su mundo.
Esa noche, después de que Dusty ladrara hacia el bosque, Nhàn se quedó mucho rato junto a la ventana. Murmuró algo en voz baja.
James preguntó, “¿Peligro?”
Ella negó con la cabeza. “No. Solo… viento.”
Pero sus ojos estaban nublados.

Más tarde, cuando él dormitaba, la vio agacharse junto a Dusty, susurrándole al perro en vietnamita —largo, lento, como si le diera instrucciones a un niño.

A la mañana siguiente, Dusty ya no estaba.

James entró en pánico.
Nhàn avivaba el fuego con calma. “Volverá.”
“¿Cómo lo sabes?”
Ella lo miró. “Porque no es un perro.”
Y luego, tras una pausa:
“Es un alma.”

James se sentó afuera, aún con la pierna débil, mirando al borde del bosque.
No sabía qué clase de alma era.
Pero en lo profundo de esa jungla, una figura marrón se movía —justo fuera de su vista.

Y esa noche, los pasos regresaron a la casa.
No era Dusty.
Eran botas. Suaves. Silenciosas. Cautelosas.

Nhàn abrió la puerta.

Un hombre entró desde la oscuridad —alto, delgado, vestido de marrón, empapado por la lluvia.
Ella jadeó. “¡Quân…!”

James se quedó en las sombras.
No entendía las palabras —pero entendía el tono.
Su hijo.

Los ojos del hombre recorrieron la habitación… hasta detenerse en James.

Y no dijo nada.