ÉL PEDALEA CUENTOS POR CALLES OLVIDADAS
Me llamo Mohammad Noman, tengo veintitrés años y crecí en Lyari, un barrio donde las calles son tan estrechas como los sueños de los niños que las recorren. Aquí la vida se confunde con el polvo, los gritos de los vendedores, las paredes agrietadas llenas de grafitis y las miradas cansadas de quienes saben que nacer aquí significa pelear cada día por sobrevivir.
En Lyari, los niños casi nunca tienen libros. Caminan descalzos, o con sandalias gastadas, persiguiendo pelotas de trapo, inventando juegos entre la basura. “Leer” suena como una palabra extranjera, lejana, imposible.
Yo también fui uno de esos niños. Dejé la escuela porque la pobreza nos enseñaba que había cosas más urgentes que aprender a leer. Pero el destino me dio una segunda oportunidad: regresé a estudiar. Y ese regreso me cambió la vida.
Cuando abrí de nuevo un libro, lo entendí todo: los libros son llaves. Llaves que abren puertas invisibles. Llaves que pueden rescatar a un niño de perderse en la oscuridad de las calles.
Y así nació mi misión.
Un día, escuché hablar de un programa llamado Kahaani Sawaari —Historias sobre ruedas— impulsado por GoRead.pk en 2021. No era un proyecto elegante ni de grandes oficinas. Era simple: un carrito de helados reciclado convertido en biblioteca ambulante.
Cuando lo vi, supe que ahí estaba mi camino.
Lo pinté con colores vivos, lo llené de cuentos y, desde entonces, lo empujo por los callejones más olvidados de Lyari. Pedaleo entre basureros, sorteando charcos y motocicletas, con mi pequeño tesoro de libros.
Me detengo en medio de un callejón, rodeado de niños curiosos. Abro un libro y empiezo a leer. Pero no leo en voz baja. No. Leo como si fuera teatro, como si mi voz fuera un tambor que golpea el aire.
Cuento la historia de Noori, el loro amarillo que no sabía cantar. O de la luna solitaria que bajó del cielo para buscar una amiga. Los niños ríen, me interrumpen, preguntan, imaginan. Y yo me convierto en uno de ellos.
“Me vuelvo niño cuando estoy con ellos”, repito cada tarde, mientras veo esas caritas asombradas, con los ojos brillando frente a un cuento que nunca pensaron escuchar en medio de un callejón.
En dieciocho meses he recorrido más de treinta zonas de Lyari. Mi carrito ya no es un simple triciclo: es un faro. En cada parada he hecho lecturas, chistes, conversaciones. Más de 700 sesiones en total. Más de 15,000 niños alcanzados.
Y los cambios se sienten.
Unos regresaron a la escuela después de escucharme leer. Otros dejaron de frecuentar las esquinas donde el crimen los esperaba. Una madre me abrazó llorando y me dijo:
—“Mi hijo antes buscaba vicios… ahora busca aventuras en los libros.”
Ese día entendí que mis cuentos no solo entretenían: salvaban destinos.
Los responsables del programa lo explican con claridad:
“La educación es gratuita, pero el acceso no lo es. Esto les da alas, y una alternativa real frente a las tentaciones que destruyen vidas.” —me dijo Erum Kazi, directora del proyecto.
Yo no busco fama. No quiero premios. Cada tarde, mientras pedaleo con mi carrito, me repito la misma misión: llevar historias donde nunca llegaron antes.
Porque a veces, nadie te dice que un libro puede valer más que un celular nuevo. Y yo estoy aquí para recordárselos, cuento tras cuento, callejón tras callejón.
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