El Millonario Moribundo y la Niña de la Plaza: Un Pacto de Siete Días que Desafió a la Muerte y Reveló un Secreto Inesperado

Mi nombre es Eduardo Méndez, y hace exactamente un año, yo era un cadáver que caminaba. Tenía cuentas bancarias en Suiza, propiedades en la Costa del Sol y un ático en el Barrio de Salamanca con vistas a todo Madrid. Pero también tenía un cáncer de pulmón en estadio cuatro y un calendario en mi mente que marcaba una cuenta atrás implacable: cuarenta y dos días.

Esa tarde de noviembre, la lluvia caía fina y fría sobre Madrid, ese “calabobos” que te cala hasta los huesos. Salí de la clínica del Doctor Rodrigo, mi amigo de toda la vida, con la sentencia de muerte resonando en mis oídos. Rechacé a mi chófer. Necesitaba sentir el frío, necesitaba sentir algo que no fuera ese vacío aterrador en el pecho.

Caminé sin rumbo, alejándome de las boutiques de lujo de la calle Serrano, cruzando el Paseo de la Castellana y adentrándome en barrios donde las fachadas no eran de mármol, sino de ladrillo visto y ropa tendida. Mis zapatos de suela de cuero resbalaban sobre el pavimento mojado. No sé cuánto caminé, quizás horas, hasta que mis piernas, debilitadas por la enfermedad, pidieron tregua en una pequeña plaza de un barrio obrero, tal vez por Vallecas o Usera.

Me senté en un banco de piedra, ignorando la humedad. Y allí estaba ella.

No era más que un bulto pequeño encogido contra la pared de una panadería, buscando el calor que escapaba de las rejillas de ventilación. El olor a pan recién hecho contrastaba cruelmente con su aspecto. Me acerqué. Tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, enmarañado, y la cara manchada de hollín. Pero sus ojos… Dios mío, esos ojos negros y profundos me atravesaron el alma.

—¿Tienes hambre? —le pregunté. Mi voz sonaba extraña, desacostumbrada a la amabilidad. La niña asintió levemente, sin dejar de mirarme con desconfianza. —¿Y tus padres? —No tengo —susurró. Su acento era local, madrileño castizo. —¿Nadie? ¿Abuelos? ¿Tíos? —Nadie. Estoy sola.

Esa palabra, sola, resonó en la plaza vacía y rebotó dentro de mí. Yo estaba rodeado de empleados, socios y abogados, pero estaba más solo que esa niña. —Yo también —confesé, sentándome a su lado en el suelo sucio—. Me llamo Eduardo. —Valeria.

Compré dos bocadillos de jamón y dos zumos en la panadería. Nos los comimos en silencio. Verla comer, con esa urgencia, con ese miedo a que la comida desapareciera, me rompió algo por dentro. Y entonces, la locura. O la lucidez extrema de quien no tiene nada que perder.

—Valeria —dije, limpiándome las migas del traje—. ¿Te gustaría venir conmigo? Ella se tensó. La calle enseña rápido a desconfiar. —¿A dónde? —A mi casa. Tengo una habitación grande. Calefacción. Comida. —¿Eres malo? —preguntó directa, con la mano en el bolsillo como si guardara una navaja o una piedra. —No. Me estoy muriendo, Valeria. Me queda muy poco tiempo. Y no quiero estar solo. Ella me escrutó. Los niños saben ver la verdad mejor que los adultos. —¿Cuánto tiempo? —Una semana —mentí, o quizás no. Tal vez era todo lo que aguantaría—. ¿Quieres ser mi hija por una semana? Te daré todo lo que necesites. Solo… hazme compañía.

Valeria lo pensó. Miró sus zapatillas rotas, luego la calle oscura que se avecinaba, y finalmente mis ojos. —Vale —dijo. Y me tendió una mano pequeña y sucia. Cuando su mano apretó la mía, sentí una descarga eléctrica. No de dolor, sino de vida.

Paramos un taxi. El conductor nos miró mal por el aspecto de la niña, pero un billete de cincuenta euros silenció sus protestas. Mientras recorríamos la M-30 hacia el centro, Valeria pegaba la nariz a la ventanilla, fascinada por las luces de la ciudad que, para ella, siempre habían estado lejos.

Al llegar a mi edificio señorial en la calle Velázquez, el portero casi se desmaya. Pero fue al entrar en el ático cuando la realidad nos golpeó. Carmen, mi ama de llaves desde hacía veinte años, una mujer gallega de carácter fuerte pero corazón de oro, salió al recibidor. —¡Don Eduardo! No le esperábamos… —Su mirada cayó sobre Valeria—. ¿Quién es esta criatura? ¡Virgen Santísima, si viene hecha un cristo! —Se llama Valeria, Carmen. Y va a quedarse con nosotros. —¿Quedarse? Pero señor… ¿de dónde ha salido? ¿Está seguro? Podría tener piojos, enfermedades… —¡Carmen! —mi voz tronó, sorprendiéndome a mí mismo por su fuerza—. Prepara la habitación de invitados, la azul. Y dile a Rosa que prepare una cena en condiciones. Sopa de cocido, tortilla de patata, lo que sea, pero caliente y abundante. Y prepárale un baño. Carmen, al ver la determinación en mis ojos, y quizás la tristeza infinita que solía habitarlos, asintió y se persignó antes de llevarse a la niña.

Esa noche, cenamos juntos en el comedor de caoba, una mesa para doce personas ocupada solo por dos. Valeria, ya bañada y con un pijama de franela que Carmen había encontrado (pertenecía a mi sobrina, que en paz descanse), parecía otra. Más pequeña, más vulnerable. Comía la tortilla de patata cerrando los ojos, saboreando cada bocado. —¿Está bueno? —pregunté. —Es lo más rico que he probado nunca —respondió con la boca llena. Yo, que llevaba meses sin apetito, comí. Y la comida me supo a gloria.

Después de la cena, la acompañé a su habitación. Se quedó maravillada con la  cama con dosel. —¿Todo esto es para mí? —Sí, Valeria. Descansa. —Eduardo… —me llamó cuando iba a apagar la luz—. ¿De verdad te vas a morir? Me senté en el borde de la cama. —Sí, pequeña. Estoy enfermo. —¿Te duele? —A veces. Pero hoy… hoy me duele menos. Ella se acurrucó bajo el edredón nórdico. —Gracias por la tortilla. Y por la cama. —Buenas noches, hija —susurré. La palabra salió sola.

Me fui a mi despacho, pero no pude trabajar. Por primera vez en meses, no pensé en mi testamento ni en el dolor punzante de mi pecho. Pensé en que tenía que comprar cereales de chocolate para el desayuno.

A la mañana siguiente, me desperté sin la tos habitual. El sol entraba a raudales por las cortinas. Bajé a la cocina y encontré a Valeria y a Rosa, mi cocinera andaluza, riendo. Rosa le estaba enseñando a mojar churros en el chocolate caliente. —¡Buenos días, papá Eduardo! —gritó Valeria. Se tapó la boca enseguida, asustada por el desliz. Yo sentí un nudo en la garganta, pero sonreí. —Buenos días, Valeria.

Ese día fuimos de compras. El Corte Inglés, las tiendas de la calle Serrano. La gente nos miraba: el empresario del año y una niña que saltaba de alegría con cada bolsa. Le compré vestidos, abrigos, y lo más importante: una bicicleta. —Nunca he tenido una bici —me confesó. Fuimos al Parque del Retiro. A pesar de mi fatiga, corrí detrás de ella, empujándola, enseñándole a mantener el equilibrio. —¡No me sueltes, Eduardo! —¡Ya vas sola! ¡Mira! Valeria pedaleaba, su risa resonando entre los árboles centenarios, y yo… yo respiraba. Mis pulmones, esos traidores que me estaban matando, parecían llenarse de aire puro por primera vez en años.

Pasaron tres días. Tres días de risas, de juegos de mesa frente a la chimenea, de ver películas de Disney hasta quedarnos dormidos en el sofá. Al cuarto día, tenía revisión con Rodrigo. Llevé a Valeria conmigo. —¿Quién es esta señorita? —preguntó el doctor, sorprendido. —Es mi hija, Rodrigo. Valeria. Mientras me hacía las pruebas, Rodrigo fruncía el ceño una y otra vez. Revisaba los monitores, golpeaba las máquinas. —¿Qué pasa? —pregunté, temiendo lo peor. —No lo entiendo, Eduardo. Tus niveles de oxígeno han subido. La inflamación alrededor del tumor se ha reducido. Es… imposible. Miré a Valeria, que estaba en la sala de espera dibujando en un cuaderno. —No es imposible, Rodrigo. Es medicina para el alma.

Volvimos a casa celebrando con helado, aunque fuera noviembre. Pero la felicidad es frágil, y el destino tiene un sentido del humor macabro. Al llegar al portal, el portero me detuvo. —Don Eduardo, hay una mujer esperándole en el hall. Dice que viene a por la niña. Sentí como si me echaran un cubo de agua helada. Valeria se escondió detrás de mi pierna, temblando. —Es ella —susurró—. Es la tía Mariana. La mujer mala.

Entramos. Una mujer de unos cuarenta años, con aspecto descuidado pero vestida con pretensiones, estaba examinando un jarrón Ming como si calculara su precio. —Vaya, vaya. Así que aquí se mete la ratita —dijo con una sonrisa que no llegaba a sus ojos fríos como el hielo. —¿Quién es usted y qué hace en mi casa? —exigí, poniéndome delante de Valeria. —Soy Mariana Vázquez. La tía de Valeria. Y su tutora legal. Vengo a llevármela. —¡No! —gritó Valeria—. ¡No quiero ir contigo! ¡Me pegas y me encierras! Mariana soltó una carcajada seca. —Los niños tienen mucha imaginación. Señor Méndez, agradezco que haya cuidado de mi sobrina estos días que se… escapó. Pero ahora vuelve a casa. —Ella dice que no tiene a nadie —repliqué, sintiendo la rabia crecer. —Su madre murió al nacer. Su padre… bueno, su padre murió hace cuatro años. Yo soy su única familia. Tengo los papeles.

Sacó una carpeta mugrienta y me la extendió. Efectivamente, había un certificado de nacimiento y documentos de tutela. Pero algo en su actitud, en la forma en que miraba los muebles caros de mi casa y no a la niña, me dio mala espina. —Usted no se va a llevar a nadie hoy —dije con mi voz de negociador implacable—. Llamaré a mi abogado. Si esos papeles son reales, hablaremos. —Tenga cuidado, señor Méndez. Eso podría considerarse secuestro. Le doy 24 horas. Mañana volveré con la policía.

Mariana se fue, dejando un rastro de perfume barato y amenaza. Valeria lloraba desconsolada en el sofá. —No dejes que me lleve, Eduardo. Por favor. Me obliga a pedir dinero en el metro. Y si no llevo suficiente, no me da de cenar. La abracé fuerte, tan fuerte que temí romperla. —Te lo juro por mi vida, Valeria. Nadie te va a llevar de aquí.

Llamé a Ricardo, el mejor abogado de Madrid y mi mano derecha. Llegó en media hora. —La situación es complicada, Eduardo. Si es su tía biológica y tiene la tutela, la ley está de su parte. A menos que demostremos que es incompetente o que abusa de ella. —Investígala. Quiero saberlo todo. Desde qué desayuna hasta con quién habla. Y busca al padre de la niña. Tomás Jiménez. Quiero saber qué pasó con él.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la  cama de Valeria, vigilando su sueño, armado con mi voluntad y el miedo atroz a perder lo único que me había hecho querer vivir. A la mañana siguiente, Ricardo volvió con una cara que presagiaba tormenta. —Eduardo, siéntate. —¿Qué has encontrado? —Mariana Vázquez tiene antecedentes por estafa y hurto menor, pero nada grave que nos garantice quitarle la custodia rápido. Pero… he encontrado algo sobre el padre, Tomás Jiménez. —¿Qué? —Tomás era albañil. Trabajaba para una subcontrata en una de tus obras, Eduardo. En la Torre Picasso II. El mundo se detuvo. Recordaba esa obra. Hubo un accidente. Una grúa falló. —Murió en el accidente laboral de hace cuatro años —continuó Ricardo—. Tu empresa pagó una indemnización millonaria. Trescientos mil euros. —¿A quién se le pagó? —A la tutora legal de su hija. A Mariana Vázquez.

La sangre me hirvió en las venas. Esa mujer había cobrado el dinero de la muerte del padre, dinero destinado al futuro de Valeria, y se lo había gastado todo mientras la niña vivía en la calle pidiendo limosna. —¡Maldita sea! —grité, golpeando la mesa—. ¡Se gastó el dinero y tiró a la niña a la basura! —Hay más, Eduardo. En el archivo de recursos humanos, encontramos una caja con los efectos personales de Tomás que nunca fueron reclamados. Mariana cogió el cheque, pero no quiso saber nada de las cosas de “basura” de su cuñado. Ricardo puso una caja de zapatos vieja sobre mi escritorio. Dentro había un reloj barato, una cartera desgastada y un sobre cerrado. En el sobre, con letra temblorosa, ponía: Para mi niña Valeria, por si algún día falto.

Mis manos temblaban al abrirlo. Llamé a Valeria. Tenía que saberlo. Nos sentamos en el jardín de invierno. Le expliqué quién era su padre, que había trabajado construyendo los edificios que yo diseñaba. Que era un hombre bueno. —¿Escribió esto para mí? —preguntó ella, tocando el papel como si fuera sagrado. Como apenas sabía leer, se la leí yo.

“Mi princesa Valeria. Si lees esto, es que papá ya no está. Trabajo duro, subiendo muy alto en los andamios, para que tú puedas volar aún más alto. Quiero que estudies, que seas feliz. Todo lo que gano es para ti. Ten cuidado con tu tía Mariana, sabes que no es buena, pero no tenemos a nadie más. Si algo me pasa, busca a la gente buena. El mundo está lleno de gente buena, aunque a veces se escondan. Te quiero más que a mi vida. Papá.”

Lloramos. Los dos. Un viejo millonario y una niña huérfana unidos por las palabras de un fantasma. —Tu papá te quería muchísimo, Valeria. Y trabajó para mí. De alguna manera… siento que te debía esto. —Eduardo… —dijo ella secándose las lágrimas—. ¿Crees que mi papá te envió para salvarme? —No lo sé, cariño. Pero creo que tú me has salvado a mí.

La batalla legal fue feroz. Mariana volvió con la policía, pero Ricardo consiguió una orden judicial de emergencia presentando la carta y las pruebas del desfalco de la herencia. El juez nos dio una cita para una vista preliminar en 48 horas. Pero mi cuerpo decidió que era demasiada emoción. La noche antes del juicio, colapsé. No podía respirar. El dolor en el pecho era insoportable. Carmen llamó a la ambulancia. —¡No! —intenté gritar—. ¡Tengo que ir al juicio mañana! Pero la oscuridad me tragó.

Desperté en una habitación de hospital, conectado a tubos y monitores. El pitido rítmico era lo único que escuchaba. Rodrigo estaba a mi lado, con cara de preocupación. —¿Qué ha pasado? —grazné. —Un colapso respiratorio, Eduardo. Estuviste a punto de… —¿Qué hora es? ¿El juicio? —El juicio es en una hora. No puedes ir. Estás demasiado débil. —Tengo que ir. Si no voy, se la llevarán. —Eduardo, si te desconecto de esto, podrías morir en el camino. Me arranqué la vía del brazo. La sangre manchó las sábanas blancas. —Prefiero morir intentándolo que vivir sabiendo que la abandoné. ¡Traedme mi traje!

Llegué al Juzgado de Familia de la calle Francisco Gervás en silla de ruedas, pálido como un fantasma, pero con la mirada encendida. Carlos me empujaba a toda velocidad. Al entrar en la sala, Mariana sonreía victoriosa. Valeria estaba sentada en un rincón, con una asistente social, llorando en silencio. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron. —¡Papá! El juez golpeó el mazo. —Orden. Señor Méndez, se le ve… terrible. ¿Está en condiciones de proceder? —Su Señoría —dije, haciendo un esfuerzo sobrehumano para ponerme de pie, apoyándome en la mesa—. Estoy aquí para luchar por mi hija.

El abogado de Mariana argumentó que yo era un anciano moribundo, sin relación biológica, y que la niña debía estar con su sangre. Entonces, Ricardo presentó las pruebas. Los extractos bancarios vacíos de Mariana. Los testimonios de los vecinos que la vieron maltratar a la niña. Y finalmente, la carta de Tomás. El juez leyó la carta en silencio. La sala contenía la respiración. —Señora Vázquez —dijo el juez, mirando a Mariana por encima de sus gafas—. Usted recibió trescientos mil euros para el cuidado de esta menor. ¿Dónde está ese dinero? —Yo… lo invertí. Salió mal. —Mentira —intervine—. Se lo gastó en bingos y coches, mientras la hija de mi empleado, el hombre que murió construyendo mi edificio, dormía en cartones.

El juez miró a Valeria. —Valeria, acércate. La niña se acercó al estrado, pequeña pero valiente. —¿Con quién quieres vivir? —Con Eduardo —dijo sin dudar—. Él es mi papá de corazón. Me compró una bici. Me da de comer. Y cuando tiene miedo por su enfermedad, yo le doy la mano. Nos cuidamos el uno al otro. El juez, un hombre mayor con fama de duro, se quitó las gafas y se frotó los ojos. —Se retira la custodia a la Señora Vázquez y se ordena su detención inmediata por fraude y negligencia infantil. La custodia permanente de Valeria Jiménez se concede a Don Eduardo Méndez.

La sala estalló. No en aplausos, sino en un suspiro colectivo de alivio. Valeria corrió hacia mí y yo caí de rodillas para abrazarla. —Ganamos, papá. Ganamos. —Sí, mi vida. Ganamos.

Pero la historia no acaba ahí. Seis meses después, volví a la consulta de Rodrigo. Había pasado por un nuevo tratamiento experimental, uno que me animé a probar solo porque quería ver a Valeria graduarse, casarse, vivir. Rodrigo miraba los escáneres, incrédulo. —¿Qué pasa, Rodrigo? ¿Cuánto me queda? ¿Semanas? Él se giró, con una sonrisa que le ocupaba toda la cara. —Eduardo… el tumor ha remitido. No ha desaparecido del todo, pero se ha reducido un 80%. Estás en remisión parcial. No podía creerlo. —¿Cómo? —La inmunoterapia ha ayudado, claro. Pero he visto muchos casos. La voluntad de vivir, Eduardo… el amor… cambia la química del cuerpo. Esa niña te ha salvado la vida, literalmente.

Salí de la clínica corriendo. Bueno, caminando rápido, que ya tengo una edad. Valeria me esperaba en el coche, haciendo los deberes de matemáticas. —¿Qué te ha dicho el médico? —preguntó sin levantar la vista del  libro. —Me ha dicho que tenemos un problema. Ella me miró asustada. —¿Qué problema? —Que vas a tener que aguantarme mucho más que una semana. Vas a tener que aguantarme toda la vida.

Valeria soltó el lápiz y se lanzó a mi cuello, riendo y llorando a la vez. Esa semana que iba a ser la última, se convirtió en el primer capítulo de nuestra vida. Hoy, Valeria estudia Medicina en la Universidad Complutense. Dice que quiere curar a gente como yo. Y yo… yo sigo aquí, viejo y gruñón, pero el hombre más feliz de Madrid. Porque aprendí que la sangre te hace pariente, pero solo el amor te hace familia. Y que a veces, cuando crees que estás salvando a alguien, en realidad, es ese alguien quien te está salvando a ti.

La euforia de la victoria en el juzgado fue dulce, pero la realidad, como siempre, nos esperaba a la vuelta de la esquina. Teníamos los papeles, teníamos la custodia, pero todavía teníamos al enemigo silencioso respirando en mi nuca: el cáncer.

La mañana siguiente al juicio, la rutina en la casa de la calle Velázquez cambió para siempre. Ya no era la casa de un soltero amargado y moribundo; ahora era un hogar. Me desperté con un sonido que, con el tiempo, se convertiría en mi melodía favorita: Valeria cantando en la ducha. Cantaba desafinado, inventándose la letra de las canciones de moda, pero para mis oídos era mejor que cualquier sinfonía de Beethoven.

Bajé a la cocina. Rosa estaba preparando el desayuno con una energía renovada. —Buenos días, Don Eduardo. La niña ha pedido tortitas. Dice que hoy es un día especial. —Todos los días son especiales ahora, Rosa.

Valeria bajó las escaleras corriendo, con el uniforme de su nuevo colegio. Habíamos elegido un colegio privado pequeño en El Viso, donde conocían nuestra historia y prometieron discreción y apoyo. Le quedaba un poco grande el pichi gris, y los calcetines blancos estaban subidos hasta las rodillas con una perfección casi militar. —¡Papá! —gritó, dándome un beso en la mejilla que olía a champú de fresa—. ¿Estoy guapa? —Estás preciosa, mi vida. Pareces una ministra. —¡No quiero ser ministra! Quiero ser doctora, como Rodrigo. Para curarte.

Esa frase se convirtió en su mantra. Después de tantas visitas al hospital, Valeria había decidido su futuro con la determinación inquebrantable de los siete años. El Doctor Rodrigo, encantado, le había regalado un estetoscopio de juguete, y ella “pasaba consulta” a todos en la casa: a Carmen, a Rosa, incluso al gato persa que habíamos adoptado porque ella decía que la casa necesitaba “más vida”.

Pero la vida no era solo juegos. Comenzó mi tratamiento experimental. Inmunoterapia combinada. Rodrigo fue claro: “Va a ser duro, Eduardo. Tu cuerpo va a pelear una guerra civil”. Y vaya si lo fue.

Hubo semanas en las que no podía levantarme de la  cama. La fatiga era un peso de plomo sobre mis huesos. Las náuseas me impedían comer. En mi vida anterior, habría sufrido esto solo, encerrado en mi habitación, ladrando órdenes para que nadie me viera débil. Pero ahora tenía a Valeria.

Recuerdo una tarde particularmente mala. Había vuelto de la sesión de quimio y estaba tumbado en el sofá del salón, tiritando de frío a pesar de la calefacción. Sentí una manita fresca en mi frente. —¿Te duele mucho, papá? Abrí los ojos. Valeria estaba allí, con los ojos llenos de preocupación, sosteniendo un vaso de agua con una pajita. —Un poco, cariño. Pero se pasará. —Te he traído a “Señor Orejas” —dijo, colocándome su peluche favorito, un conejo deshilachado, sobre el pecho—. Él me cuida cuando tengo miedo. Ahora te cuidará a ti.

Se sentó en la alfombra, al lado del sofá, y empezó a leerme sus deberes de Conocimiento del Medio. Su voz monótona y dulce, explicando el ciclo del agua o las partes de una planta, se convirtió en mi ancla a la realidad. Mientras ella leía, yo me repetía: Tengo que aguantar. No puedo dejarla sola. No ahora. Esa niña, que había vivido en la calle, que había pasado hambre y frío, ahora me cuidaba con una madurez que asustaba. Invertimos los papeles: yo era el niño enfermo y ella la guardiana feroz.

—Papá, tienes que comer —me decía con las manos en la cintura, imitando a Carmen—. Si no comes, los soldaditos de tu sangre no pueden pelear contra los bichos malos. Y yo comía. Comía por ella. Cucharada a cucharada, tragando las náuseas, porque cada bocado era un acto de amor hacia esa niña.

Pasaron tres meses. Luego seis. El tratamiento empezó a funcionar. Los marcadores tumorales bajaban. Mi energía volvía, poco a poco, como la marea que sube lenta pero imparable. Empecé a ir a buscarla al colegio todos los días. Verla salir por esa puerta, buscándome con la mirada entre la multitud de padres y abuelos, y ver cómo se le iluminaba la cara al encontrarme, era el mejor momento de mi día. —¡Papá! —corría hacia mí, lanzándome la mochila—. ¡Hoy he sacado un diez en Matemáticas! Carmen me ayudó con las restas.

Por las tardes, mientras ella hacía los deberes, yo empecé a escribir. Siempre había sido un hombre de números, de planos y presupuestos. Pero sentía la necesidad de dejar constancia de lo que nos había pasado. Empecé a escribir un  libro. No para publicarlo, sino para ella. Para que, cuando yo ya no estuviera (fuera dentro de diez años o de veinte), ella nunca olvidara cómo nos encontramos. Lo titulé “Siete días con ella”. Escribía sobre la primera vez que la vi en la plaza, sobre la primera cena, sobre el miedo, sobre la carta de su padre Tomás. Escribía sobre cómo el amor no es algo que se busca, sino algo que te encuentra y te atropella cuando menos te lo esperas.

Un día, mi secretaria me pasó una llamada. —Señor Méndez, es un periodista de “El País”. Se han enterado de la historia del juicio. Quieren una entrevista. Dicen que es una historia de interés humano. —Diles que no —respondí sin levantar la vista de la pantalla—. Mi vida no es un circo. Y la de mi hija, menos. —Ofrecen portada en la revista dominical. —No me importa si ofrecen la portada del Time. Valeria tendrá una vida normal. No será “la niña de la caridad” ni “la huérfana del millonario”. Será Valeria Méndez, futura doctora y la mejor hija del mundo. Punto.

Protegí nuestra privacidad como un león. Rechacé televisiones, revistas del corazón y productores de cine. Nuestra historia era nuestra.

Y así, entre deberes, visitas al médico, pizzas los viernes por la noche y cuentos antes de dormir, llegó el día. Abril. Un año exacto desde que nos encontramos en aquella plaza mugrienta. Me desperté con una sensación extraña. No era dolor. Era gratitud. Una gratitud tan inmensa que casi dolía. Bajé a desayunar. La rutina era sagrada. Valeria estaba sentada en la isla de la cocina, moviendo los cereales con la cuchara, con una sonrisa traviesa. —Papá, ¿sabes qué día es hoy? —Mmm… —fingí pensar mientras me servía café—. ¿Jueves? ¿El día de la independencia de Marte? Ella se rio. —¡No, tonto! Es nuestro aniversario. —¿Aniversario? —Sí. Hace un año me preguntaste si quería ser tu hija por una semana. Me acerqué y le di un beso en la coronilla. —Y tú dijiste que sí. El mejor trato que he cerrado en mi vida, y he cerrado muchos negocios millonarios. —Dijiste que la semana duraría toda la vida —recordó ella, poniéndose seria un momento. —Y lo mantengo. Estamos en la semana número 52, y nos quedan miles más.

Preparé su merienda para el colegio: sándwich de pavo (cortado en triángulos, odiaba los cuadrados), una manzana verde y una nota adhesiva donde siempre le ponía un chiste malo o una frase de ánimo. “Para la futura Premio Nobel de Medicina. Te quiero, Papá”.

—¿Tienes todo listo para el examen de Ciencias? —pregunté, ajustándome la corbata frente al espejo del recibidor. —Sí. Me sé los planetas de memoria. Mercurio, Venus, Tierra… —los recitó todos mientras se ponía el abrigo. Yo me palpé los bolsillos. Llaves, cartera, móvil. Valeria se acercó sigilosamente. —Espera, te falta algo. Sacó un papel doblado de su mochila. Era una hoja de papel rosa, de esas que usaban para manualidades en el colegio. —¿Qué es esto? —pregunté, intentando abrirlo. Ella me detuvo con sus manitas. —¡No! Es sorpresa. No lo leas hasta que yo no esté. Promételo. —Prometido —dije, guardando el papel rosa en el bolsillo interior de mi americana, cerca del corazón. —Vale. Ahora dame un beso.

La dejé en la puerta del colegio. La vi entrar, saludando a sus amigas, segura de sí misma, feliz. Ya no quedaba rastro de la niña asustada que temía ser abandonada. Ahora caminaba pisando fuerte. Ese día tuve revisión con Rodrigo. —Eduardo, esto es aburrido —bromeó Rodrigo mirando los resultados—. Estás estable. Increíblemente estable. —Tengo una buena razón para no morirme, Rodrigo. Tengo que pagar la matrícula de la universidad dentro de diez años.

Fui a la oficina un rato. Firmé papeles, tuve reuniones, pero mi mente estaba en el papel rosa que quemaba en mi bolsillo. A las tres en punto, estaba en el coche esperando a que saliera. —¡Papá! —entró como un torbellino—. ¡El examen fue pan comido! Urano es el que tiene los anillos de lado, me acordé por lo que me dijiste de que estaba durmiendo la siesta. —¡Esa es mi chica! —¿Qué hacemos para celebrar el aniversario? —¿Lo de siempre? —¡Pizza y peli! —gritamos al unísono.

Fuimos al supermercado, compramos masa fresca, mozzarella, tomate y jamón. Era nuestra tradición de los viernes, adelantada al jueves por la ocasión especial. Hicimos la pizza juntos, manchando la cocina de harina. Valeria me puso un poco de harina en la nariz y yo le hice cosquillas hasta que casi se orina de la risa. Después de cenar, vimos El Rey León por enésima vez. Valeria lloró cuando murió Mufasa, como siempre, y se acurrucó contra mi pecho. —Menos mal que tú no te moriste, papá —susurró medio dormida. —Yo soy más duro que Mufasa, cariño.

La llevé a la  cama. Le arropé hasta la barbilla. —Buenas noches, princesa. —Buenas noches, papá. Te quiero hasta el infinito y más allá. —Y yo a ti.

Cerré la puerta de su habitación dejando una rendija abierta, como le gustaba. Fui a mi despacho, me aflojé la corbata y me serví una copa de vino. La casa estaba en silencio, pero era un silencio lleno de paz, no el silencio vacío de hace un año. Entonces recordé la nota. Saqué el papel rosa del bolsillo. Estaba un poco arrugado. Lo desdoblé con cuidado. La letra de Valeria había mejorado mucho, aunque seguía haciendo las ‘s’ al revés a veces.

Leí:

“Papá Eduardo:

Hace un año tenía mucho miedo y mucha hambre. Tú me preguntaste si quería ser tu hija por una semana. Yo dije que sí porque pensaba que me darías comida y luego me echarías. Pero no me echaste. Me diste una bici, me diste una cama y me diste a Carmen y a Rosa.

Pero lo más importante es que me diste un papá. Mi papá Tomás me escribió que buscara a alguien que me mirara con amor. Y tú me miras así. Cuando me miras, no veo a la niña sucia de la calle, veo a Valeria la doctora.

Tú dices siempre que tú me salvaste a mí de la tía Mariana y de la calle. Pero yo creo que es al revés. Tú estabas muy triste y querías irte al cielo con tu familia. Pero te quedaste conmigo. Yo te di un motivo para luchar contra los bichos de tu sangre. Tú me diste un hogar. Yo te di una razón.

Gracias por ser mi papá. No te mueras nunca, por favor. O por lo menos, espérate a que yo sea doctora para curarte del todo.

Te quiero, Valeria (Tu hija para siempre)”

Leí la carta una vez. Dos veces. A la tercera, las lágrimas caían sobre el papel rosa, emborronando la tinta del bolígrafo azul. “Yo te di un hogar, tú me diste una razón”. Qué verdad tan grande en la mente de una niña de ocho años.

Me levanté y fui a la ventana. Llovía suavemente sobre Madrid, igual que aquella noche hace un año. Pero ahora la lluvia no parecía triste, parecía limpiar la ciudad. Miré mi reflejo en el cristal. Ya no veía al hombre acabado, gris y moribundo. Veía a un hombre con canas, con arrugas, pero con vida en los ojos. Había construido rascacielos que tocaban las nubes, había amasado una fortuna, pero nada, absolutamente nada de eso, se comparaba con el éxito de haber sido elegido como padre por esa niña.

Esa semana de prueba había expirado hace mucho. El contrato temporal se había convertido en indefinido. Apagué la luz del despacho y subí las escaleras hacia mi dormitorio. Me detuve en la puerta de Valeria y la escuché respirar, tranquila, segura. Sabía que el cáncer es traicionero. Sabía que el futuro es incierto. Pero también sabía algo con certeza absoluta: mientras me quedara un aliento de vida, ese aliento sería para ella.

Me fui a dormir con una sonrisa, esperando impaciente a que llegara la mañana para escucharla cantar desafinado en la ducha otra vez. Porque al final, la vida no se mide en semanas, ni en diagnósticos, ni en millones de euros. La vida se mide en los momentos en los que alguien te mira con amor y te dice: “Quédate un poco más”.

Y yo pensaba quedarme.