En la noche de bodas, él la despreció sin piedad, pero cuando ella sonrió y dijo, “Tranquilo, sus celos lo volvieron

loco.” La mansión brillaba como si no hubiera noche afuera. Candelabros

encendidos, paredes blancas que devolvían la luz con frialdad, arreglos de flores demasiado perfectos para

parecer reales. La fiesta había terminado hacía poco, pero el eco de la música aún se sentía en el pecho, como

un zumbido que no se iba. En la puerta de la suite principal, el guardia abrió con una llave discreta y bajó la mirada.

La habitación olía a perfume caro, a champañe derramado, a sábanas nuevas que nunca habían conocido el sudor de una

vida humilde. Héctor Montenegro entró primero, alto, impecable, la corbata

aflojada lo justo para fingir cansancio. No estaba ebrio, estaba sobrio y frío.

Su sonrisa de la boda, esa sonrisa para cámaras se le fue apagando en cuanto la

puerta se cerró. Detrás de él entró Alma con el vestido blanco todavía puesto.

Llevaba el peinado intacto, pero los ojos, los ojos no eran de princesa, eran

de alguien que había aprendido a respirar en silencio. La puerta se cerró con un click suave y ese clic fue como

la frontera entre el espectáculo y la verdad. Héctor caminó sin mirarla, fue

directo al minibar y sirvió dos dedos de whisky. No preguntó si ella quería. No

preguntó si estaba bien. Bebió un trago como si la noche no fuera una boda, sino

un cierre de contrato. Alma se quedó de pie del tocador. Sus manos temblaban

apenas. No por miedo a la noche, por el cansancio de aguantar toda la tarde

sonriendo. Héctor dejó el vaso en la mesa con un golpe suave. Ya dijo

mirándola por fin. Se acabó el teatro. Alma no respondió. Héctor se aflojó los

gemelos, se quitó el reloj con cuidado, como quien se quita una armadura cara.

Quiero que entiendas algo desde hoy dijo sin elevar la voz. Este matrimonio no es

amor, es conveniencia. Alma tragó saliva. Su mirada bajó un segundo al

piso y volvió a subir. “Lo sé”, dijo suave. Héctor frunció el ceño. No le

gustó esa serenidad. No, no lo sabes”, insistió. “En la iglesia te vi con esa

cara, como si fueras a llorar de emoción. No te confundas. Tú no subiste

conmigo por destino. Tú subiste porque te combino.” Alma apretó los dedos sobre

la tela del vestido. “Si piensas eso,” murmuró, “nonces no me conoces.” Héctor

soltó una risa breve. Cruel. No necesito conocerte”, dijo. “Necesito que cumplas,

que sonrías cuando toca, que aparezcas cuando conviene y que no hagas

preguntas.” Se acercó un paso más. La suite era enorme, pero de pronto se

sentía pequeña, como si el aire tuviera dueño. Y otra cosa, añadió, “no te

ilusiones con lo de la señora Montenegro. Te di mi apellido, no mi vida. Alma

sostuvo su mirada. Tenía las pestañas húmedas, pero no lloró. Eso fue lo que

más lo irritó. Héctor caminó alrededor de ella como si evaluara una compra.

“¿Sabes qué dicen de ti en mi familia?”, preguntó con voz baja. “Que eres bonita

y útil nada más.” Alma respiró hondo. Su voz salió tranquila, demasiado

tranquila. “¿Y tú qué dices?”, preguntó Héctor. Se detuvo, la miró de arriba a

abajo sin pudor. “Yo digo que hiciste lo que pudiste para entrar aquí”, dijo, “y

que si te portas bien vas a tener una vida que nunca habría soñado.” Alma bajó

la mirada a su anillo. Ese brillo parecía pesado. “¿Eso es lo que quieres

escuchar?”, preguntó casi en un susurro. Héctor se acercó a la cama y se sentó en

la orilla como dueño del escenario. “Quiero que quede claro quién manda”, dijo. Porque yo no me casé para que una

hizo una pausa como eligiendo el insulto que más doliera. Una mujer como tú me haga escenas. Alma apretó la mandíbula.

El vestido crujió cuando movió los hombros, como si la tela también se defendiera. “No voy a hacer escenas”,

dijo. Héctor alzó una ceja. Mejor hubo un silencio, el tipo de

silencio donde se oye la respiración del otro y se entiende el peligro. Alma dio

un paso hacia el ventanal. Desde ahí se veía el jardín iluminado, la fuente, los

árboles recortados con tijera, la perfección que no permite que nada crezca libre. Héctor la miró

desconfiado. ¿A dónde vas?, preguntó Alma. No se giró todavía. A respirar,

dijo Héctor soltó una risa corta. Respira entonces, pero no te confundas.

Mañana empieza lo real. Alma se giró por fin. Sus ojos lo miraron como si lo

viera por primera vez sin música de fondo. Y en esa mirada había una calma que no era resignación. Héctor sintió un

pinchazo extraño, una incomodidad, como si de repente el control no estuviera

tan asegurado. ¿Qué? Preguntó él molesto. ¿Qué me miras? Alma levantó una

comisura apenas. No fue sonrisa de burla, fue una sonrisa pequeña, íntima,

como quien guarda una carta en el bolsillo. Nada, dijo. Héctor, se levantó

irritado. No me respondas así, ordenó. Alma respiró despacio y entonces dijo la

palabra que no tenía sentido en esa escena. Tranquilo. Héctor se quedó

inmóvil. No por la palabra, sino por el tono. No sonó a miedo, no sonó a

súplica. Sonó a alguien calmando a un niño caprichoso. Y esa sensación, esa

inversión mínima de poder le pegó a Héctor como una bofetada invisible. ¿Cómo dijiste? Preguntó más bajo. Alma

sostuvo la sonrisa pequeña. Tranquilo, repitió. No voy a pedirte nada. No voy a rogarte

nada. Héctor sintió un calor raro en el estómago. No era deseo, era ansiedad. No

te hagas la fuerte, dijo acercándose. Aquí la fuerte soy yo. Alma inclinó la

cabeza. Entonces no deberías ponerte nervioso por una palabra, dijo suave.

Héctor apretó la mandíbula. El corazón le empezó a latir más rápido, sin razón

lógica. Era el miedo primitivo, el miedo a que algo que creía suyo no lo fuera.