Bajo las luces de un restaurante

La noche había caído sobre la ciudad como un manto helado. El aire cortaba la piel, y el viento hacía bailar pedazos de basura en las calles. Yo caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho, intentando conservar algo de calor, pero mis manos estaban tan frías que apenas podía sentirlas. El estómago me rugía como un perro bravo, un sonido profundo y desesperado que no solo me recordaba mi hambre… también mi soledad.

Las vitrinas iluminadas de los restaurantes parecían burlarse de mí. Tras esos cristales brillaban mundos cálidos: mesas cubiertas de manteles blancos, platos humeantes, gente sonriendo mientras brindaba. Afuera, yo era apenas una sombra en la acera, alguien que pasaba desapercibido, invisible para todos.

No tenía ni una moneda en los bolsillos. Lo único que llevaba encima era una bolsa de tela raída con unas cuantas pertenencias: una bufanda vieja, un cuaderno lleno de garabatos y una foto de mi mamá, que había muerto tres inviernos atrás. Desde entonces, mi vida había sido una sucesión de calles frías y noches sin techo.

Avancé una cuadra más y me detuve frente a un restaurante de fachada elegante. Las puertas de vidrio se abrían y cerraban dejando escapar ráfagas de olor a pan recién horneado y carne asada. Sentí un pinchazo en el pecho; no era solo hambre… era la sensación de estar tan cerca de algo tan bueno, pero saber que no era para ti.

Me quedé parada ahí, dudando. Hasta que la desesperación pudo más que el miedo. Empujé la puerta y entré.

El calor del lugar me abrazó de inmediato, y casi me derrumbé de alivio. El murmullo de conversaciones, el tintinear de los cubiertos, la música suave… todo me pareció irreal. Avancé lentamente, tratando de no llamar la atención. Mis zapatos rotos dejaron un rastro húmedo sobre el piso brillante.

Fue entonces cuando la vi: una mesa que recién habían levantado. El mantel estaba arrugado, y sobre él quedaban restos de comida: unas cuantas papas fritas, un pedazo de pan duro y un poco de carne, ya fría pero todavía entera.

Miré a mi alrededor. Nadie parecía estar prestándome atención. Me senté rápido, como si realmente fuera una clienta que había pedido ese plato. Tomé el pan y le di un mordisco. Estaba duro como una piedra, pero para mí sabía a gloria. Empecé a comer las papas, despacio, como si masticar lentamente pudiera engañar a mi estómago y hacerlo creer que recibiría más.

—Oye —escuché de pronto una voz grave a mis espaldas—, no puedes hacer eso.

Me quedé helada. El trozo de pan se me atoró en la garganta. Tragué con dificultad y bajé la mirada.
—Lo… lo siento, señor. Solo tenía hambre —murmuré, y mientras hablaba, intenté meter a escondidas un par de papas en el bolsillo de mi abrigo.

Me giré y vi al hombre que me había hablado. Era alto, con el cabello oscuro y perfectamente peinado. Llevaba un traje impecable, de esos que parecen hechos a la medida, y una corbata perfectamente anudada. Sus zapatos brillaban como si acabaran de lustrarlos. Yo, en cambio, estaba cubierta de mugre, con el pelo enredado y la ropa manchada y rota. Éramos dos mundos opuestos mirándose de frente.

—Ven conmigo —ordenó él.

Di un paso atrás. Pensé que me llevaría a la salida o que llamaría a la policía.
—No voy a robar nada… déjeme terminar esto y me voy —supliqué, con la voz temblorosa y el corazón latiendo en mi garganta.

Él me observó unos segundos, en silencio, como si buscara algo en mi rostro. Entonces levantó una mano e hizo un gesto al camarero. Sin decir nada más, se fue a sentar a una mesa cerca de la ventana.

Yo me quedé quieta, sin saber qué hacer. Pensé en salir corriendo, pero en ese momento un mozo se acercó a mí. En sus manos llevaba un plato enorme: arroz humeante, carne jugosa, verduras coloridas y un vaso de leche tibia.

—Es… ¿es para mí? —pregunté, incrédula.

El camarero sonrió y asintió. Mis manos temblaban mientras acercaba el plato. El olor me hizo cerrar los ojos. Llevaba tanto tiempo sin probar comida de verdad que me costaba creerlo.

Me levanté, aún confundida, y caminé hasta la mesa donde estaba el hombre.
—¿Por qué… por qué me dio comida? —pregunté, con un hilo de voz.

Él se quitó el saco y lo dejó sobre la silla.
—Porque nadie debería buscar entre las sobras para sobrevivir. Come tranquila. Soy el dueño de esta cadena, y desde hoy, siempre habrá un plato esperándote aquí.

Las palabras me golpearon como un abrazo inesperado. No pude hablar. La garganta se me cerró y las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Me senté otra vez, pero esta vez no lloré solo de hambre. Lloré de alivio. Lloré porque, por primera vez en mucho tiempo, alguien me había visto.