“La Última Banca de Doña Mary”
1. La promesa
—“Espéranos aquí, mamá. Solo vamos por los boletos y regresamos rápido.”
Doña Mary asintió con una sonrisa cálida, de esas que solo saben dar las madres que han perdonado demasiado. Se acomodó en la banca de metal frío, colocó su pequeña maleta entre las piernas y miró a sus dos hijos perderse entre la multitud de la Central de Autobuses de Puebla.
No preguntó nada. No dudó.
Ellos eran su todo. Y si decían que volverían… ¿por qué habría de sospechar?
La sala de espera estaba llena de idas y venidas. Maletas rodando, voces con eco, niños llorando, vendedores ambulantes anunciando dulces y empanadas. Pero nada de eso la distrajo.
Ella esperaba.
2. El primer día
Pasaron las horas. El anuncio de las 5 p.m. informó que el autobús con destino a Veracruz acababa de salir. Doña Mary se estiró el rebozo, cruzó los brazos sobre su regazo y sonrió con nostalgia.
—Se habrán entretenido con el trámite… o quizás fueron por algo de comer —pensó.
Pero no llegaron.
Esa noche durmió sentada. Nadie le preguntó nada. Era solo una viejita más entre tantos viajeros. A la mañana siguiente, se acercó al módulo de información.
—¿Ha visto a dos muchachos? Uno trae camisa a cuadros… el otro lleva un suéter azul marino.
—Aquí pasa mucha gente, señora. No sabría decirle.
Ella volvió a la banca.
Y siguió esperando.
3. Los días que se vuelven rutina
Al tercer día, una señora de limpieza le ofreció un pan y un vaso de café.
—¿Y sus hijos? —le preguntó.
—Van a volver. Solo fueron por los boletos.
La trabajadora le sonrió con tristeza y se fue sin decir más.
Las semanas pasaron. Doña Mary comenzó a convertirse en parte del paisaje.
Los guardias la conocían. Le decían “abuelita”.
Los vendedores le regalaban fruta, cobijas viejas o ropa que alguien dejaba olvidada. A veces, turistas le daban monedas. O le tomaban fotos, conmovidos por su ternura y fidelidad.
Ella siempre agradecía. Pero nunca aceptaba irse.
—Mis hijos vendrán. No puedo perderme, no puedo moverme. Aquí me dejaron.
4. El intento del DIF
Una trabajadora social del DIF, al enterarse de su caso, se acercó una tarde con dulzura.
—Doña Mary, venga con nosotros. Tenemos un lugar bonito, con comida caliente y cama limpia. Puede descansar.
Pero la viejita negó con firmeza.
—No, mija. Si me voy, no me van a encontrar.
—Podemos avisarles…
—No. Ellos volverán. Ellos saben dónde estoy.
Y así pasó el primer año.
Y luego el segundo.
Y luego el tercero.
5. La rutina de la esperanza
Cada mañana, se lavaba la cara en los baños públicos, se acomodaba el cabello canoso con una peineta de plástico y se sentaba derecha, como si aún esperara a alguien importante.
Cantaba de vez en cuando.
Hablaba con quienes se le acercaban.
Les contaba de sus hijos: de pequeño Arturo, que era travieso; de Francisco, el mayor, tan estudioso que hasta ganó una beca.
—“Trabajan mucho, pobrecitos. Seguro por eso no han podido venir. Pero vendrán. Yo lo sé.”
Algunas personas lloraban al escucharla.
Otros, simplemente le dejaban una botella de agua o un paquete de galletas.
Y ella… siempre agradecida, siempre con la misma frase.
6. La verdad que nadie dijo en voz alta
Los rumores corrían entre el personal de la Central.
—“Dicen que sus hijos la abandonaron.”
—“¿Cómo puedes saberlo?”
—“¿Quién deja a su madre sola tres años, carajo?”
Pero nadie se atrevía a decirlo frente a ella. Había algo sagrado en su esperanza, algo tan frágil que hasta una palabra mal dicha podía romperla.
Doña Mary era un símbolo.
De amor, de fidelidad… pero también del dolor más cruel: el abandono.
7. La última noche
Tenía 80 años ya. Su cuerpo comenzaba a rendirse.
A veces le temblaban las manos. A veces, olvidaba el día que era. Pero jamás olvidaba que estaba esperando.
Una noche de julio, el frío caló más de lo normal. Una tormenta eléctrica azotó Puebla y la Central quedó parcialmente sin luz.
Doña Mary no quiso moverse.
Los guardias le ofrecieron una manta térmica. Ella la aceptó con una sonrisa débil.
—Gracias, mijo. Ya casi vienen. Mañana seguro llegan.
Se quedó dormida sentada.
Y esa fue la última vez que alguien la vio con vida.
8. La mañana del adiós
La encontraron con la cabeza recargada en la pared, como siempre, como si estuviera descansando un ratito antes de levantarse para abrazar a sus hijos.
Pero no respiraba.
Una doctora dictaminó: “Causa natural. Fallo multiorgánico.”
El personal de la Central no lo aceptó tan fácil.
—“No murió de vejez. Murió de abandono.”
Y tenían razón.
Su corazón se marchitó como una flor sin sol, día a día, año tras año… esperando una promesa que jamás se cumpliría.
9. El velorio sin familia
Nadie de sangre reclamó su cuerpo.
Fue el DIF quien la sepultó, con ayuda de los comerciantes, los empleados y los pasajeros frecuentes que conocieron su historia.
Un grupo de músicos callejeros tocó “Amor eterno”.
La señora de la limpieza lloró desconsoladamente.
El guardia que siempre le llevaba café, colocó una carta en su ataúd:
“Usted fue madre de todos los que no tuvimos una. Descansa en paz, Doña Mary. Aquí sí la quisimos.”
10. La reflexión que queda
Doña Mary no murió sola.
Murió sin los que más amaba.
Y eso duele más.
Porque el abandono no siempre se grita, no siempre se ve… pero mata lento.
Su historia no es para juzgar a nadie. Es para recordar.
Para no dejar a nadie esperando en las bancas.
Para no romper promesas que hacen latir corazones.
Para entender que hay despedidas que se dan sin palabras… y otras que nunca debieron darse.
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