Después de más de treinta años de matrimonio, él comenzó a notar que algo había cambiado. Su esposa ya no respondía como antes. Le hablaba y a veces parecía no escucharlo, como si sus palabras se perdieran en el aire. Al principio pensó que quizás estaba distraída, pero con el paso de los días, la sospecha se volvió más fuerte: tal vez su audición ya no era la misma.

No quiso incomodarla ni hacer un escándalo por algo que podría ser pasajero, así que decidió consultar con un médico. Le explicó la situación, con cierta timidez, sin saber si estaba exagerando.

El doctor le sonrió con paciencia y le dio un consejo sencillo:

—Hazle una pregunta desde unos quince metros de distancia. Si no te responde, acércate unos pasos y repite la misma pregunta. Así podrás saber si realmente hay un problema de audición… y qué tan serio es.

Ese mismo día, al volver del trabajo, lo intentó. Apenas entró a la casa, desde la sala, vio a su esposa de espaldas en la cocina, concentrada en preparar la cena. Se paró a unos quince metros, respiró hondo y dijo en voz clara:

—Amor, ¿qué hay de cenar?

No hubo respuesta.

Avanzó unos pasos, más cerca del comedor, y repitió:

—¿Qué vamos a cenar?

Silencio.

Ya con el ceño fruncido, se acercó aún más. Estaba a unos cinco metros ahora.

—Mi vida… ¿qué estás preparando?

Nada. Ni un gesto. Ni una palabra.

Un poco preocupado, dio otros pasos hasta estar apenas a dos metros de ella. Ya podía oler lo que sea que estuviera cocinando, pero aún así volvió a intentarlo:

—¿Qué hiciste de cenar, mi amor?

El silencio continuaba. Ya no sabía si preocuparse o desesperarse. Finalmente, se acercó tanto que estaba justo detrás de ella. Con voz suave, casi en un susurro, preguntó:

—Corazón, ¿qué vamos a cenar?

Entonces ella se giró bruscamente, visiblemente molesta, y le dijo, casi gritando:

—¡Te he dicho CINCO veces que pollo!

Él se quedó inmóvil, sin saber si reírse o sentirse avergonzado. Y fue justo en ese momento que lo entendió: el del problema no era ella. Era él.