Desde que tengo memoria, las letras se me mezclaban en la cabeza como si estuvieran en guerra unas con otras. Las palabras se me escapaban de la boca como si tuvieran alas, y los números… ni hablar. Veía una operación matemática y lo único que sentía era un muro de ladrillos cayendo sobre mí. Siempre llegaba tarde a todo: a leer, a copiar del pizarrón, a entender los ejercicios. Pero llegaba. Lento, frustrado, cansado… pero llegaba.

Lo que no llegaba nunca eran las palabras de aliento.


Desde primer grado comenzaron a ponerme etiquetas. Que si era “flojo”, “despistado”, “un caso perdido”. Recuerdo a la maestra de segundo, la señorita Gloria, quien al ver mi cuaderno lleno de tachaduras suspiró y dijo:
—Rodrigo, contigo hay que tener paciencia… pero a veces uno se cansa.

Los otros niños lo escuchaban. Y lo repetían. En los pasillos, en el recreo, incluso en sus casas.

Y así fue como me convertí en el “problema de conducta”. El que se paraba sin permiso. El que interrumpía. El que dibujaba en lugar de escribir. Nadie sabía que lo hacía para no llorar. Para no sentirme menos. Para fingir que no me dolía que todos me vieran como un estorbo.

Pero lo que más me marcó fue Don Alberto, mi profesor de matemáticas en la secundaria.

—Este chico no va a llegar a nada —decía frente a todos, con su voz ronca y su barba siempre desordenada. Y los demás reían. Incluso yo, a veces, porque reírme de mí mismo era más fácil que aguantar las lágrimas.

Lo que nadie sabía era que cada tarde, cuando llegaba a casa, abría el cuaderno con los ojos llenos de rabia. Que me dolía la cabeza de tanto intentar leer una sola oración sin perderme. Que cada palabra que lograba escribir sin errores era como ganar una batalla en un campo minado.

No era tonto. No era flojo. Tenía dislexia. Pero nadie me lo dijo. Nadie lo notó.

Hasta que apareció alguien.


La seño Paula.

Una maestra de apoyo escolar que entró un día al salón como un suspiro. Tenía el cabello recogido, una sonrisa cálida y una forma de hablar que hacía que uno bajara la guardia.

—Rodrigo —me dijo un día, después de clases—. Ven, quiero platicar contigo.

Me llevó a la sala de apoyo, me puso un té caliente en las manos y me habló como nadie lo había hecho antes.

—Tu cabeza funciona diferente. No peor. Solo diferente.

Me enseñó a leer en voz alta sin miedo, a usar colores y dibujos para comprender los textos, a utilizar estrategias que no venían en los libros. Me hablaba con paciencia. Me trataba como si realmente creyera en mí.

Gracias a ella, comencé a entenderme. No a cambiar, no a “curarme”, sino a aceptarme. A ver mi manera de aprender como válida.

Y fue entonces cuando, por primera vez, me lo pregunté:
¿Y si yo pudiera ser eso para alguien más?


Terminé la secundaria con mucho esfuerzo. No fui el mejor promedio, ni estuve en la ceremonia de honor, pero lo logré. Me gradué. Y lo más importante: con el corazón lleno de un propósito.

Estudiar educación. Ser maestro. Ser “el alguien” de otro niño como yo.

Fueron años difíciles. Muchas veces quise rendirme. Las lecturas largas me agotaban, las evaluaciones eran un suplicio, y los comentarios de “no sé si esto es para ti” todavía dolían. Pero ya no me detenían.

Me especialicé en dificultades de aprendizaje. Me formé para reconocer lo que nadie reconoció en mí. Para mirar más allá de las calificaciones.

Y comencé a trabajar en escuelas públicas, en zonas humildes, donde muchos niños viven con esa misma sensación de ser invisibles.


Recuerdo a Emiliano. Tenía nueve años. Nunca escribía una palabra entera, siempre se paraba a mitad de clase, hablaba solo y parecía más interesado en las hormigas del patio que en los números.

Un día, la maestra titular me dijo:

—Ese niño… ya ni lo intento.

Y entonces lo supe. Era yo. Otro yo. Otro niño a punto de perderse entre etiquetas y diagnósticos mal dados.

Me acerqué. Le hablé con calma. Le mostré que me importaba. Que no me molestaba repetirle las instrucciones veinte veces. Que yo también me perdía con las palabras. Y cuando un día me dijo, con sus ojitos brillando:

—¡Profe, con usted sí entiendo!

… sentí que valía todo. Cada lágrima. Cada noche sin dormir. Cada cuaderno lleno de errores.


Hoy camino por los mismos pasillos que una vez me vieron llorar escondido en el baño. Saludo a docentes que, años atrás, no sabían cómo ayudarme o, peor aún, no querían hacerlo. Algunos me miran con orgullo. Otros con un dejo de incomodidad. Pero ninguno me ignora.

Y hace una semana, me invitaron a dar una charla sobre inclusión educativa en la misma escuela donde estudié.

Me paré frente al micrófono con el corazón galopando. Miré al público y sentí al niño que fui, temblando en el fondo del aula, deseando desaparecer.

Y entonces lo vi.

Don Alberto.

Más canoso. Más serio. Sentado en la segunda fila. Su mirada era difícil de leer. Respiré hondo. Había llegado el momento de cerrar un ciclo.


Di la charla. Hablé de la importancia de detectar a tiempo las dificultades de aprendizaje, de ver a los alumnos como personas completas y no como calificaciones andantes. Hablé de la seño Paula. De Emiliano. De lo que significa tener un maestro que cree en ti.

Al final, entre aplausos tímidos, bajé del escenario y caminé hacia la salida. Pero una mano me detuvo.

—Rodrigo —dijo una voz que conocía demasiado bien—. Te debo una disculpa.

Era él. Don Alberto. El hombre que había marcado mi infancia con una sentencia cruel.

No supe qué decir.

Pero él continuó.

—Yo era un ignorante. No supe ayudarte. Pensaba que enseñar era solo repetir fórmulas. Hoy te escuché hablar… y me di cuenta de cuánto aprendí yo también. Cambias vidas, hijo. Gracias por no rendirte.

No pude evitarlo. Se me cayeron las lágrimas. En silencio. No por dolor, sino por sanación.


Hoy me llaman “profe”. Me consultan. Me respetan.

Pero lo más importante: cada vez que un chico me mira con ojos desesperados y yo le digo “tranquilo, vamos juntos”, sé que estoy cerrando el círculo.

Porque fui el peor alumno del salón.

Y ahora soy el maestro favorito.

Pero esta historia no termina ahí.


Años después, fundé un pequeño centro de apoyo escolar. Lo llamé “A Distinto Ritmo”. Un lugar para niños con dislexia, TDAH, autismo, o simplemente aquellos que no encajan en los moldes tradicionales.

Y un día, llegó una carta.

Era de la seño Paula.

Había oído de mi trabajo y quería visitarme.

La recibí con flores, lágrimas y una sonrisa imposible de borrar.

—Lo lograste, Rodrigo —me dijo, con la voz temblorosa—. Tú eras mi sueño cumplido.


A veces, cuando el salón queda vacío, camino entre los pupitres y me imagino al Rodrigo niño, con su cuaderno manchado, mirando al suelo.

Y me acerco, metafóricamente, y le digo:

—No te rindas. Porque un día vas a cambiar vidas. Vas a sanar heridas. Y vas a demostrar que no hay cerebro que no pueda aprender… si alguien cree en él.

Y él sonríe.

Y yo también.

Porque lo logramos.