Mi hermana me pagaba para dormir con su esposo… y lo que descubrí después me destruyó por dentro.

Todo comenzó justo después de su boda.
Al día siguiente, mi hermana me llamó llorando. Me rogaba que me fuera a vivir con ella y su esposo, diciendo que se sentía sola, confundida y que necesitaba mi compañía.
Me pareció raro. Era su luna de miel. Ese momento en el que las parejas se escapan del mundo y construyen su nueva vida. Pero insistía.
—Por favor, Rachel… hasta mi esposo quiere que vengas. No te imaginas lo importante que es para mí.
Yo no entendía por qué, pero acepté.
Me mudé con ellos esa misma semana. La casa era grande, bonita y llena de lujos. Me recibieron con abrazos, sonrisas… y un silencio raro que no supe descifrar.
Desde el primer día, mi hermana salía de casa casi todas las tardes. Y no a trabajar. Simplemente se iba. A veces decía que iba al spa. Otras, que necesitaba “espacio”.
Mientras tanto, yo me quedaba sola con su esposo.
Él era amable… demasiado amable. Siempre encontraba formas de acercarse a mí, ya sea pidiéndome ayuda con su ropa, la comida, o sentándose demasiado cerca en el sofá.
Yo me mantenía al margen. No era ciega. Sabía que algo no estaba bien, pero confiaba en mi hermana.
Hasta que un día, ella me lanzó una pregunta que me cambió la vida.
Estábamos en la cocina. Solo las dos. Y sin previo aviso, me dijo:
—¿Crees que mi esposo es sexy?

Me quedé helada. No supe qué responder. Sentí que si decía que no, me llamaría mentirosa. Y si decía que sí, pensaría que me lo quería quitar.
—Es un hombre atractivo. Pero es tu esposo. Nunca lo miraría de otra forma —respondí, lo más neutral posible.
Ella sonrió. Pero no era una sonrisa feliz. Era… fría.
—Tal vez deberías empezar a mirarlo así —dijo, y se fue.
Esa noche no dormí.
A la mañana siguiente, me desperté con un sobre en la mesa de noche. Adentro había dinero. Mucho dinero. Y una nota escrita con su letra: “Gracias por cuidar a mi esposo. Eres la única en quien confío.”
Todo en mí gritaba que me fuera. Que eso no era normal. Pero también había otra voz… una que estaba cansada de luchar contra la vida, el dinero, las deudas.
Así que me quedé.
Y noche tras noche, mi hermana seguía saliendo. Y su esposo, acercándose más. Hasta que finalmente, sucedió.
Dormí con él.
Me odié. Pero lo hice otra vez… y otra. Cada vez, un sobre con más dinero aparecía en mi cuarto.
Yo ya no sabía si ella lo sabía… o si lo estaba permitiendo.
Hasta que un día, lo vi con mis propios ojos.
Volví temprano de la tienda, y al abrir la puerta de su cuarto… la vi sentada en la cama. Viéndonos. Silenciosa. Con los ojos llenos de lágrimas, pero sin decir una palabra.
Me cubrí con la sábana. Quise gritar, llorar, explicarle que no sabía cómo llegué a ese punto.
Ella solo dijo:
—No te preocupes. Era lo que quería desde el principio. Yo… no puedo estar con él. No me gustan los hombres. Nunca me han gustado.
Me quedé en shock.
—Entonces ¿por qué te casaste con él? —pregunté.
Ella suspiró. Bajó la mirada.
—Porque mis padres me obligaron. Y tú… tú eres la única persona que él no rechaza. Él nunca me ha tocado. Pero a ti… sí. Tal vez tú eres su verdadera esposa, no yo.
No pude seguir viviendo ahí.
Empaqué mis cosas esa misma noche. Rompí toda relación con ambos.
Hoy, dos años después, no he vuelto a verla. Pero a veces sueño con esa casa. Con esos ojos llorosos. Con la culpa que nunca me dejará en paz.
Porque a veces… el amor se disfraza de obediencia. Y lo que creemos estar haciendo por ayudar… termina destruyéndonos por dentro.
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