“Tú y esa niña son pasado”

Desde el primer instante que Diego cruzó la puerta de su casa con Marianela tomada de la mano, supo que su madre iba a encontrar algo que criticarle. No se equivocó. Doña Amaranta apenas alzó la mirada desde el sillón, pero en sus ojos ya se dibujaba el juicio.

—¿Y esta quién es? —susurró con una sonrisa cínica y venenosa—. Ay, mijo… ¿de verdad no encontraste una güerita decente? Mira nada más el color de esta muchacha… parece india de rancho.

Marianela se quedó quieta, bajando la vista. No era la primera vez que alguien la etiquetaba por su piel morena, pero esta vez dolía más. Porque lo hacía la madre del hombre al que amaba.

Era morenita, de cabello ondulado, ojos cafés como tierra mojada. Estudiaba por las tardes y trabajaba en una tiendita del 3B para pagar la renta. Era buena, noble. Pero eso no contaba en la casa de Diego. Allí, el tono de su piel ya la condenaba.

Desde niño, Diego había sido moldeado por las ideas de su madre. Doña Amaranta le embadurnaba la cara con cremas aclarantes y le repetía que él era “güerito como el abuelo español”. Lo vestía solo con ropa clara, le prohibía usar colores oscuros porque “lo hacían ver prieto”. Su obsesión era clara: quería “mejorar la raza”.

—Hijo, piensa en tus hijos. ¿Quieres que te salgan color cartón? Las güeras valen más… tienen mejor sangre.

Esas palabras, que Diego había escuchado toda su vida, empezaron a infiltrarse como veneno. Aunque amaba a Marianela, comenzó a dudar. Y Marianela, sin darse cuenta, comenzó a desgastarse intentando demostrar que valía. Que merecía estar a su lado.

Pero nada era suficiente.

—Ay, qué lástima que mi hijo se haya fijado en ti —le soltó doña Amaranta un día, mientras fingía acomodar unos platos—. Con lo clarito que es, pudo haber conseguido una mujer decente.

Marianela bajó la cabeza. Quiso responder, pero no tenía caso.

El amor se volvió una batalla. Amaranta se metía en todo: criticaba la comida, la ropa, su acento. Impidió que se casaran. Y cuando Marianela quedó embarazada, todo estalló.

—¡Ya la cagaste, Dieguito! ¡Esa india te amarró! Pero todavía hay tiempo. Conozco a alguien mejor…

Y entonces apareció Vanessa: una güera de ojos verdes, hija de un restaurantero con tres fondas en el centro. Usaba perfume caro, hablaba como fresa y llevaba un apellido que pesaba más que el oro para Amaranta.

—Mira, hijo… esa sí es mujer. Imagínate los nietos güeritos que me va a dar.

Diego, ya envenenado, empezó a frecuentar a Vanessa a escondidas. Marianela, con seis meses de embarazo, lo sentía distante. Pero callaba. Lo amaba demasiado como para cuestionarlo.

La niña nació en una tarde de lluvia. Marianela la llamó Paloma. Cuando la sostuvo por primera vez, sintió que el mundo se detenía. Era morenita, con los ojos de su padre. Era perfecta.

Pero cuando Amaranta la vio, se le torció la boca.

—Esa niña no es de mi hijo —escupió con frialdad—. Mira qué prieta salió. Esa no es sangre mía.

—Pero… tiene los ojos de Diego —susurró Marianela, temblando.

—¡No me digas abuela! —le gritó Amaranta—. Esa criatura no me representa. Y tú, mucho menos.

Diego no dijo nada. Ya estaba demasiado lejos emocionalmente. Y una noche, mientras Marianela dormía con la bebé de dos meses, él hizo sus maletas.

—Me voy, Mary —murmuró sin mirarla—. Esto no puede seguir así.

—¿Qué? ¿¡Qué estás diciendo!? ¡Es tu hija!

—No. Es un error. Una cadena que no me deja avanzar. Vanessa es mi futuro. Tú y esa niña son pasado.

Marianela se rompió.

—¿¡Así me pagas todo?! ¡Te amé con todo mi ser!

—Y yo entendí que no encajamos. Yo soy gente de bien. Tú… eres del montón.

Y se fue. Cerró la puerta como quien sella un ataúd.

Su boda con Vanessa fue un espectáculo. Fotos en redes, artículos en revistas locales. Vanessa brillaba como una actriz de telenovela. Pero la luna de miel se esfumó rápido. Vanessa era arrogante, infiel, caprichosa. Don Roberto, su padre, lo trataba como sirviente.

—Mira, chaparrito. Mantén a mi hija como se merece… o búscate otro trabajo.

Diego aguantó hasta el día que llegó a casa y la encontró con otro hombre en la cama.

—¿Pensabas que me iba a conformar con un prieto como tú? —se burló Vanessa—. Me casé contigo por lástima.

Lo echaron como perro callejero. Sin dignidad, sin amor, sin futuro. Regresó a casa de su madre buscando refugio. Pero Amaranta lo recibió con gritos.

—¡Todo esto es tu culpa! ¡Perdiste a la güerita perfecta! ¡No sirves para nada!

—¡Se acostó con otro! ¡¿Y todavía la defiendes?!

—¡Debiste haberla aguantado! ¡¡Era una mujer de nivel!! ¡No como esa prieta que te hizo una hija igual de oscura!

Diego, harto, explotó.

—¡Usted es el diablo, jefa! ¡Me arruinó la vida!

Y se largó.

Se hizo trailero, queriendo dejar todo atrás. Rodó por las carreteras del país durante tres años. Hasta que, una noche lluviosa rumbo a Guadalajara, se quedó dormido al volante. El tráiler se volcó. Su columna se fracturó, su pierna quedó destruida. Su vida cambió para siempre.

Regresó a su ciudad en muletas. Sin dinero. Sin techo. Su madre ni siquiera le abrió la puerta.

Un día, mientras caminaba por el mercado, la vio.

Marianela iba tomada de la mano de una niña. Tenía unos cuatro años. Morena, de ojos grandes. Igualita a él.

—¡Mary…! —alcanzó a gritar, con la voz temblorosa.

Ella lo miró. Lo reconoció. Pero no lo abrazó.

—¿Qué quieres, Diego?

—Ver a mi hija… pedirles perdón…

—¿Tu hija? —dijo con una sonrisa amarga—. Paloma no es tuya. Su padre es quien estuvo cuando tú huiste. El que le dio su apellido. El que la ama sin importar su color.

—Pero… se nota que es mía…

—Sí. Pero tú nunca estuviste. Te fuiste con una güerita y nos dejaste en la miseria. Mi hija se enfermó de hambre. Y tú… ¿dónde estabas?

Diego bajó la cabeza, roto.

—No sabía…

—¡No querías saber! —gritó Marianela—. Preferiste creerte superior por tu piel. ¿Te fue bien? ¿Te hizo feliz tu güerita?

Él no supo qué decir.

—¿Sabes quién me ayudó? Don Manuel, el verdulero. Él nos dio techo, comida y amor. Él es su papá. Tú… tú no significas nada para ella.

Entonces apareció Manuel. Moreno, fuerte, con manos marcadas por el trabajo y mirada noble. Se acercó, abrazó a Marianela y a Paloma.

—¿Todo bien, amor?

—Sí, este hombre solo está perdido.

Manuel miró a Diego, con compasión y firmeza.

—¿Tú eres el que las dejó por una güerita? Paloma, saluda al señor.

—Hola… —dijo la niña, tímidamente.

Diego se quebró.

—Perdóname, Mary…

—No puedo. Tú decidiste. Nos cambiaste por un prejuicio. Ahora vive con eso.

Y se fueron. De la mano. Como una verdadera familia.

Esa noche, Diego escribió una carta:

“Paloma, mi niña hermosa:

Tu papá biológico fue un cobarde. Eligió el color sobre el amor. Me perdí tus primeros pasos, tus primeras palabras, por una mentira que me vendió mi madre.
Tu verdadero papá es Manuel. Él te eligió, él te cuidó, él te merece.
Ojalá algún día puedas perdonarme. Pero si no… lo entiendo.

Con amor y arrepentimiento eterno,
Diego

Al amanecer, rompió la carta en pedacitos y la dejó volar con el viento.

Porque hay oportunidades que, cuando se pierden… jamás regresan.

Doña Amaranta murió sola, sin conocer a su nieta.
Diego nunca volvió a caminar bien.
Y Paloma creció feliz, amada, protegida, sin saber que alguna vez existió un hombre que la rechazó por su color.