Desde el día en que Sofía apenas cumplió su primer año de vida, Mariana supo que todo cambiaría. Su pareja se había marchado sin mirar atrás, dejándola sola con una niña en brazos y un corazón lleno de miedo. No tenía estudios, ni familia cerca, ni un empleo fijo. Pero tenía a Sofía… y con eso le bastaba para empezar a luchar.
Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, Mariana preparaba a su hija con cuidado. Le planchaba el uniforme, le colocaba una moñita en el cabello y le revisaba la mochila mientras se tomaba un café frío. Después, con la nena ya en camino a la escuela, ella se echaba una bolsa de pañuelos al hombro y salía rumbo a los trenes. Caminaba los andenes, subía y bajaba vagones, siempre con una sonrisa amable y la voz suave que pedía: “¿Le regalo un pañuelo? Es a colaboración voluntaria…”
Los días eran largos, el cansancio implacable. A veces la gente la ignoraba como si no existiera. Otras veces, le lanzaban monedas sin mirarla. Pero había algo que la sostenía: la mirada de Sofía al regresar de la escuela.
—Mamá, saqué un diez —le decía la niña, con los ojos brillantes—. Quiero ser abogada para ayudarte.
Y Mariana contenía las lágrimas, acariciándole el cabello.
—Y yo voy a hacer todo lo que esté en mis manos para que lo logres, mi amor. Tú no te preocupes por nada.
Un día, mientras recorría un vagón en plena hora pico, Mariana la vio. Sofía estaba ahí, sentada entre compañeros de su secundaria. Llevaba la misma mochila rosa, un suéter de la escuela colgado del brazo y ese gesto serio de concentración. Mariana se detuvo en seco. No quiso acercarse. Le dio miedo que su hija se avergonzara de verla así, vendiendo pañuelos entre desconocidos.
Se hizo a un lado, fingiendo acomodar su bolsa, y desde lejos la miró con orgullo. “Mi hija se merece algo mejor… se merece un mundo distinto.”
Cuando llegaba a casa, con los pies entumidos y el cuerpo exhausto, Sofía la recibía con una sonrisa y los deberes ya hechos.
—Mamá, ¿me ayudas con este problema de matemáticas?
—Claro, hija. Vamos a hacerlo juntas —decía, aunque lo único que su cuerpo quería era caer rendido.
Los años pasaron como hojas arrastradas por el viento. Sofía crecía, estudiaba, se esforzaba. Siempre con una meta clara: salir adelante, devolverle a su madre algo de lo que había entregado sin medida.
Hasta que llegó ese día.
—Mamá… me aceptaron en la universidad —dijo Sofía, conteniendo la emoción—. Voy a estudiar Derecho.
Mariana sonrió, pero por dentro el miedo la arañó.
—¿Y cómo vamos a pagar eso, hija?
Sofía se acercó, la abrazó fuerte y con firmeza le dijo:
—Voy a trabajar. Pero tú solo tienes que creer en mí.
Mariana no dudó. La había visto pelear por sus sueños con la misma fuerza con la que ella había peleado por mantenerlas a flote. Y creyó. Creyó con todo su corazón.
Un par de años después, Mariana estaba en casa viendo televisión. Estaba barriendo cuando escuchó un nombre familiar. Miró la pantalla y se quedó inmóvil. Ahí estaba Sofía, frente a las cámaras, contando su historia.
—Mi mamá vendía pañuelos en el tren para darme una vida mejor —decía la joven, ya con voz segura, vestida como toda una profesional—. Gracias a su esfuerzo y amor, hoy estoy aquí, cumpliendo mis sueños.
Mariana no pudo contener el llanto. Se sentó frente a la televisión y la miró como si viera a alguien lejano y cercano al mismo tiempo.
Pensó: “No sabe que la estoy viendo. No sabe cuánto la amo.”
Apenas terminó el programa, su celular sonó.
—Mamá… ¿lo viste? —preguntó Sofía, con emoción.
—Sí, hija. Me encantó. Estoy muy orgullosa de ti.
Sofía soltó una risa dulce al otro lado de la línea.
—No estaría donde estoy sin ti.
Mariana miró al techo, cerró los ojos, y sintió que todo, absolutamente todo, había valido la pena. Las madrugadas frías, los rechazos, el cansancio acumulado… todo desaparecía con esas palabras.
Porque entendió que aunque la vida las puso a prueba desde el inicio, juntas supieron resistir. Juntas se levantaron. Y juntas lo lograron.
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