Episodio 1 – “La Hermana Invisible”

Versión en Español Mexicano

Cuando la sostuve por primera vez en mis brazos, sentí que algo se encendía en lo más profundo de mí—una clase de amor que pensé que ya no era posible, que había muerto junto con mi esperanza.

Se llamaba Zara. Tenía apenas seis meses de vida, unos ojitos color café tan profundos como la tierra mojada, rizos oscuros que se enredaban en mi dedo como si me pertenecieran… y un llanto suave, casi tímido, como si tuviera miedo de incomodar.

La adopté después de años de intentarlo todo: pastillas, tratamientos, operaciones… todo.
Los doctores fueron cruelmente sinceros una mañana de invierno:
—Señora, su útero ya no responde.
La maternidad, al menos biológica, había terminado para mí.
Pero algo dentro de mí no estaba lista para rendirse. Todavía era madre.

Mi esposo, Manuel, había muerto tres años antes en un accidente de tráfico. Fue repentino, devastador. Dejó un vacío tan grande en mí… y en nuestra hija, Mabel.
Ella tenía nueve años cuando pasó. Era brillante, observadora, una niña con la capacidad de leer el alma de los demás. Nos abrazamos durante meses, dormimos en la misma cama, lloramos sin palabras.
Creí que estábamos sanando.

Pero con el tiempo, me di cuenta de que Mabel no había sanado.
Se había vuelto posesiva.
De mí. De nuestro vínculo. De lo que quedaba de su pequeño mundo.


El día que traje a Zara a casa, lo planeé con ternura. Una manta nueva, una canción suave en la radio, una sonrisa temblorosa en mis labios.

—Mabel —le dije con suavidad aquella mañana de sábado, cargando a la bebé en brazos—, quiero que conozcas a tu nueva hermanita.
Ella se llama Zara.

Mabel la miró… sin decir palabra.

Sin emoción.
Sin curiosidad.
Solo una mirada seca, larga, que no se parecía en nada a la niña que yo había criado.

Pensé que era el shock. Le daría tiempo. Lo entendería.

Pero no fue así.


Zara se adaptó de inmediato. Comía bien, dormía mejor, y cada vez que me tomaba de los dedos, lo hacía como si ya me conociera. Sonreía con frecuencia, emitía risitas suaves.
Ella me eligió.

Pero Mabel… se transformó.

Dejó de abrazarme.
Comía sola en su cuarto.
Ya no me contaba sobre sus dibujos.
Hablaba en susurros con sus peluches.
Y comenzó a dibujar a nuestra familia en hojas arrugadas… con el rostro de Zara tachado con líneas negras.

Una noche, cuando Zara tenía fiebre, encendí el monitor del bebé para revisar cómo dormía.
Pero escuché algo que me paralizó.

—Ella no es real —decía una voz infantil—. No es parte de nosotras.

Fui corriendo. Abrí la puerta del cuarto. Mabel estaba en el suelo, sentada entre sus muñecas.

—¿Con quién hablabas, mi amor?

—Con nadie —dijo sin emoción—. Solo con mi hermana real.

Sentí un escalofrío.
Intenté todo:
Terapia, tardes de juegos, días en el parque solo para nosotras dos.
Oraciones.
Nada funcionaba.

Entonces empezaron a desaparecer cosas:
Juguetes de Zara, sus chupones, incluso biberones recién llenos.
Pensé que me estaba volviendo loca.

Hasta que encontré uno de sus enterizos de dormir… tirado detrás de la barda del jardín.
Tenía manchas de tierra. Y saliva.

—¿Cómo llegó esto aquí, Mabel? —le pregunté, con la prenda en la mano.
Ella solo me miró y dijo:
—Tal vez el viento lo llevó.

Su voz era demasiado tranquila. Como si no estuviera mintiendo.
Como si no sintiera nada.


La madrugada que cambió todo ocurrió un miércoles.

Eran las tres de la mañana cuando el llanto de Zara me arrancó del sueño. Un llanto agudo, urgente, como si algo estuviera muy mal.

Corrí al cuarto.

Y entonces mi mundo se detuvo.

Zara estaba tirada en el suelo.
Su cuerpo temblaba del susto.
El barandal de la cuna estaba abierto.

Y ahí, en una esquina, Mabel estaba de pie, con los brazos cruzados, sin parpadear.

—¿Qué pasó? —grité, alzando a Zara con desesperación.

Ella me miró con frialdad y dijo:

—Quería volar.
Yo solo la ayudé.

Me quedé sin aire.
Mis piernas flaquearon.
Mis ojos se llenaron de lágrimas… no por Zara.
Por lo que había dentro de Mabel.

Ya no era simple celosía.
Era odio.

Y en ese momento, tuve que enfrentar la pregunta más dolorosa que una madre puede hacerse:

¿Puede una hija… volverse peligrosa para su hermana?