Come esto y estarás curado, dijo Jesús. El Padre se enojó, pero Jesús le mostró
su poder. Hay momentos en la vida donde la ciencia se queda sin respuestas, donde los diplomas colgados en las

paredes no sirven de nada, donde el dinero, por más que tengas millones, no puede comprar lo único que
desesperadamente necesitas, un minuto más de vida para tu hijo. Esta es la
historia real de un padre que lo tenía todo, excepto la única medicina que
podía salvar a su niño. Y cuando esa medicina llegó en las manos de un extraño vestido de blanco, él casi la
rechaza por orgullo, casi pierde el milagro más grande de su vida por
confiar más en su conocimiento que en el poder de Dios. Antes de continuar con esta historia que
te va a estremecer el alma, quiero pedirte algo del corazón. Si este contenido toca tu espíritu, suscríbete a
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de Dios y de personas como tú, llegar a 50,000 suscriptores antes de esta
Navidad. Cada suscripción es una bendición, cada like es un aliento, cada
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los corazones correctos. Por favor, déjanos saber en los comentarios de qué ciudad nos estás
viendo y si te han gustado nuestras historias. Tu voz importa, tu testimonio
importa y juntos estamos construyendo una comunidad de fe que trasciende
fronteras. Ahora sí, prepara tu corazón para lo que viene. El hospital privado
San Rafael brillaba como una joya de cristal y acero en el corazón de Buenos Aires. Sus pisos de mármol italiano
reflejaban las luces LED que nunca se apagaban y sus pasillos solían a desinfectante importado y dinero, mucho
dinero. Era el tipo de hospital donde los ricos venían a comprar milagros,
donde cada habitación costaba lo que una familia promedio ganaba en 6 meses,
donde la muerte misma parecía negociable si tenías la cuenta bancaria correcta.
Pero en el piso 12, en la habitación 1207, un hombre estaba aprendiendo la lección
más cruel que la vida puede enseñar. Hay cosas que el dinero no puede comprar. y
la vida de tu hijo es una de ellas. El Dr. Martín Salazar tenía 52 años, pero
esa noche parecía haber envejecido 20 más. Su traje Hugo Boss de $3,000
estaba arrugado después de tr días sin cambiarse. Su rolex de platino marcaba
las 2 de la madrugada, pero había perdido la cuenta de cuántas noches
había pasado en esa silla de cuero junto a la cama de su hijo. Sus ojos,
normalmente afilados y precisos, como los de un halcón que diagnostica con una
sola mirada, ahora estaban rojos, hinchados, vacíos. Sebastián Salazar
tenía 8 años, o mejor dicho, había tenido 8 años cuando esto comenzó.
Ahora, 18 meses después, era difícil reconocer al niño risueño de mejillas
gorditas en las fotografías que Martín guardaba en su billetera. El niño en la cama era una versión fantasmal de
aquella alegría, 70 cm más bajo de lo que debería ser para su edad, 18 kg
cuando debería pesar 30, con la piel tan pálida que las venas azules se
transparentaban como mapas de autopistas dibujados bajo papel cebolla. La leucemia linfoblástica aguda de alto
riesgo. Ese era el nombre científico. Martín lo había investigado hasta
memorizar cada artículo médico, cada estudio clínico, cada estadística. Tasa
de supervivencia 3% cuando está tan avanzada. Tiempo de vida después del
diagnóstico terminal. 3 semanas máximo. Habían pasado ya 2 semanas y media.
Martín había gastado exactamente ,700,000
tratando de salvar a su hijo. Había traído oncólogos de Jones Hopkins, del
Memorial Slone Cathering del Hospital Universitario de Heidelberg. Había
pagado por tratamientos experimentales en Suiza, que aún no estaban aprobados
por ninguna agencia regulatoria. había suplicado, sobornado y amenazado
para conseguir medicamentos que ni siquiera habían completado los ensayos en humanos. Nada funcionó. Los
especialistas, con sus voces educadas y sus miradas compasivas, pero
profesionales, le habían dicho la misma verdad desde diferentes acentos. Lo
sentimos, Dr. Salazar. Ya no hay nada más que podamos hacer. Es cuestión de
días, horas, tal vez. Lo único que podemos hacer ahora es mantenerlo
cómodo. Mantenerlo cómodo como si la comodidad importara cuando tu hijo se
está muriendo. Como si unas sábanas suaves y una temperatura agradable
hicieran alguna diferencia cuando cada respiración le costaba un esfuerzo visible, cuando cada latido de su
corazón se sentía como una victoria temporal. contra lo inevitable.
Martín había construido su reputación como uno de los mejores oncólogos de
Sudamérica. Su clínica privada atendía a presidentes, a magnates, a celebridades
que volaban desde tres continentes para ponerse en sus manos expertas. Había
salvado a cientos de pacientes que otros médicos habían desahuciado. Había publicado artículos en The Lancet y en
el New England Journal of Medicine. Había dado conferencias en Harvard y en
Cambridge y no podía salvar a su propio hijo. La ironía era tan cruel que casi
lo hacía reír. Casi. Dos años atrás había perdido a su esposa Lucía por el
mismo enemigo silencioso, cáncer de mama metastásico.
Él había usado todos sus contactos, toda su experiencia, todo su dinero. No fue
suficiente. Ella murió en sus brazos una noche de invierno, susurrando, “Cuida a
nuestro niño. Prométeme que lo cuidarás.” Él había prometido y ahora
estaba fallando en esa promesa también. Papá. La voz de Sebastián era apenas un
susurro, más aire que sonido. Martín se inclinó inmediatamente, tomando la mano
pequeña de su hijo entre las suyas. La mano que alguna vez fue regordeta y
llena de vida, que le tiraba de la corbata cuando quería atención, que
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