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La luz del sol se filtraba por las cortinas de aquella pequeña habitación, proyectando sombras largas sobre el suelo. David, un hombre de poco más de cuarenta años, estaba sentado en el sofá, mirando al vacío mientras las noticias sonaban en la televisión. Pero su mente estaba en otra parte, perdida entre los recuerdos del pasado.

Había pasado poco más de un año desde que perdió a su esposa, Elizabeth, la madre de su hija Emily, en un trágico accidente automovilístico. Los meses siguientes fueron un torbellino. Y fue entonces cuando conoció a Olivia.

Era una mujer atractiva, con una sonrisa ligera y una personalidad encantadora. Se conocieron en el trabajo, justo cuando Olivia fue ascendida a jefa de Recursos Humanos. Al principio, su relación era puramente profesional.

Con el tiempo, los cafés casuales se convirtieron en encuentros más frecuentes. Y sin que David se diera cuenta, Olivia ya vivía con ellos. Un ruido en el pasillo lo sacó de sus pensamientos.

Su hija Emily, de apenas siete años, apareció en la puerta. David notó de inmediato que algo no andaba bien. Emily, normalmente alegre y conversadora, ahora lucía apagada, con los hombros caídos y la mirada clavada en el suelo…

—¿Emily, estás bien, mi amor? —preguntó David, levantándose del sofá.

Emily alzó los ojos, y él notó que estaban rojos, como si hubiera estado llorando. La niña mordió su labio inferior, y David entendió enseguida que algo serio había pasado.

—¿Papá, puedo hablar contigo? —susurró Emily, casi sin voz.
—Claro, mi vida —dijo David, dándole palmaditas al sofá para que se sentara junto a él.

Emily se acercó lentamente y se sentó, pero manteniendo una distancia extraña. David frunció el ceño, preocupado por el comportamiento inusual de su hija.

—¿Qué pasa, mi pequeña? Sabes que puedes contarme lo que sea.

Emily empezó a jugar nerviosamente con el borde de su vestido, evitando la mirada de su padre.

—Es que… no sé cómo decirlo…

—Lo que sea, mi amor. Confía en mí. Soy tu papá y siempre voy a estar para ti. Dime qué está pasando —intentó tranquilizarla David, aunque sentía que la ansiedad le apretaba el pecho.

Emily respiró hondo y por fin lo miró a los ojos.

Tenía esa misma mirada que tenía su madre: una mezcla de miedo y confusión.

—Es sobre la tía Olivia, papá…

El corazón de David se encogió.

—¿Qué pasa con ella?

Emily volvió a morderse el labio, como si las palabras no quisieran salir.

—Ella me hace daño.

El mundo de David se detuvo.

—¿Cómo que te hace daño? ¿Qué te hace exactamente?

Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Emily.

—Cuando tú no estás, se enoja conmigo. Me grita cosas feas… me empuja o me aprieta el brazo muy fuerte.

David se quedó paralizado. Su mente intentaba negar lo que acababa de escuchar.

—¿Estás segura, Emily? ¿No será que estaba jugando…?

—No, papá —respondió Emily con la voz temblorosa—. No es un juego. Me duele… y me da mucho miedo. Por favor, créeme.

David sintió cómo dentro de él se mezclaban el horror, la rabia y la impotencia. Quería pensar que todo era un malentendido, que su hija estaba exagerando. Pero la mirada de Emily, su voz quebrada… todo en ella gritaba que estaba diciendo la verdad.

—Te creo, mi amor —dijo David, abriendo los brazos.

Emily se lanzó a su pecho y rompió en llanto. Él la abrazó con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas también le llenaban los ojos.

Y en ese momento, el amor de padre despertó a una fuerza que no conocía…
Y la verdad, por más oscura que fuera, ya no podía esconderse.