Ciudad de México. Hospital Infantil Oncológico. Sala 4C.
El sonido de las máquinas, los pasos apresurados del personal médico, el leve zumbido de la luz fluorescente… todo eso se desdibujó ese día. El dolor, tan constante como el aire en los pulmones, parecía haberse escondido detrás de los colores que decoraban el pasillo. Globos en forma de estrellas, corazones, caritas felices. Un cartel enorme colgado en la entrada de la sala decía:
“¡VENCÍ EL CÁNCER!”
Yo misma ayudé a pegarlo. Cada letra que recorté, cada cinta adhesiva que pegué en la pared, era como clavarme una astilla en el alma. Pero lo hice. Lo hice por ella.
—¿Ya está todo listo, mamá? —preguntó Valentina, con esa vocecita suave que apenas vencía al oxígeno de su cánula nasal.
Tenía apenas nueve años. Su cuerpecito parecía de una niña de cinco. Su piel estaba pálida, sus uñas moradas, y su cabello… bueno, hacía meses que no tenía cabello. Pero su sonrisa, esa sonrisa seguía igual de luminosa.
—Sí, mi amor —le dije, tomándola de la mano con firmeza—. Todo esto es para ti.
La empujé en su silla de ruedas por el pasillo decorado. Las enfermeras aplaudieron. Algunos doctores lloraban en silencio. Otros sostenían globos y confeti que caía lento, como en cámara lenta. La pequeña Valentina miraba todo eso con los ojos brillantes de ilusión.
—¡Mamá! ¡Lo logré! ¡De verdad lo logré!
Yo asentía, sonriendo como podía, tragándome el nudo que amenazaba con ahogarme. Me dolía la garganta. Me dolía el pecho. Me dolía… el alma entera.
La doctora Ruiz, jefa de oncología pediátrica, se agachó junto a ella y le ofreció un globo en forma de corazón.
—Eres una campeona, Vale —dijo con la voz quebrada.
—¡Lo sabía! —exclamó mi hija, alzando la mano como si saludara a una multitud—. ¡Les dije que iba a vencerlo!
Los presentes aplaudieron con fuerza. Una enfermera soltó lágrimas sin poder contenerse. Otra, con las manos temblorosas, grababa el momento en su celular.
Todos sabían la verdad.
Todos sabían que el cáncer no se había ido.
Que el tumor se había ramificado. Que la metástasis ya estaba en los pulmones, en el cerebro. Que la quimioterapia no hacía más que alargar lo inevitable. Que tal vez no llegaría al fin de la semana.
Pero ella no lo sabía.
Ella creía que había ganado.
Días antes, el oncólogo me llamó a su oficina. Cerró la puerta con cuidado. Me ofreció agua. Y después me miró con ojos de padre, no de médico.
—Lo siento, señora Mariana… No podemos hacer nada más.
—¿Cuánto le queda?
—Días. Quizá una semana. Está muy débil… y… —respiró hondo—. Ya no tiene dolor, porque le estamos dando morfina en dosis controladas, pero el cuerpo… ya no responde.
Yo me desplomé. Lloré en silencio. Él no dijo nada más. Solo me alcanzó un pañuelo y esperó.
—¿Puedo pedirle algo? —le pregunté cuando pude hablar.
—Lo que necesite.
—Quiero que crea que ganó. Quiero que se vaya creyendo que le ganó al cáncer. Que no fue el cáncer quien la venció a ella.
El doctor cerró los ojos. Y asintió.
Y así nació aquella mentira piadosa que sostendría el último suspiro de mi hija.
De regreso en la habitación, colgamos el cartel sobre su cama. Ella lo miraba con un orgullo tan puro que dolía.
—¿Puedo llevarlo a casa? —preguntó.
—Claro que sí, princesa. Será tu trofeo.
—Mamá… ¿y si hacemos una fiesta? Una chiquita. Con cupcakes. Solo los abuelos, mis primos, y los doctores.
—Lo que tú quieras, mi amor.
Organizamos la “Fiesta de la Victoria” al día siguiente. En la terraza del hospital. Le prestaron una tiara de plástico. Usó un vestido rosado que ya le quedaba grande. Su papá vino desde Monterrey. Llevaba meses sin verla. No soportaba el hospital. Pero esa vez se quedó en silencio, abrazándola, con la cara hecha un mar.
Cantaron, bailaron despacito con ella en la silla. Un payasito voluntario apareció con globos. Uno de los médicos tocó la guitarra. Ella reía. Y esa risa —¡Dios mío, esa risa!— sonaba más fuerte que la enfermedad.
—¿Sabes por qué le gané? —me dijo al oído—. Porque nunca dejaste que me rindiera, mamá.
—Tú eres mi guerrera —respondí, con la voz rota—. Mi campeona invencible.
Tres días después, Valentina ya no quiso levantarse. Ni hablar. Solo me pedía que le leyera su cuento favorito: La princesa valiente. Me pidió que le repitiera la parte donde la princesa no muere, sino que se transforma en una estrella para proteger a su reino desde el cielo.
—Mamá, ¿crees que yo también seré una estrella? —preguntó.
—Ya lo eres —le respondí.
—Quiero brillar mucho para ti. Para que no estés triste cuando me vayas a buscar.
—Nunca voy a dejar de buscarte, Vale.
Esa noche, mientras dormía profundamente, su mano perdió el calor. Yo estaba allí, a su lado, como siempre.
—Valentina… —la llamé, con un susurro desesperado—. Mi amor… mi cielo…
Pero no respondió.
El monitor se apagó con un pitido seco. El oncólogo entró sin hacer ruido. Me abrazó fuerte. Y juntos lloramos como dos niños asustados.
Un mes después, el cartel aún colgaba en mi casa. Sobre su cama, que no tuve fuerzas de desarmar. Cada letra decía:
“¡VENCÍ EL CÁNCER!”
Y yo lo creí. Porque ella se fue con una sonrisa. Con el corazón libre. Con la ilusión intacta. El cáncer no la venció. Ella se fue antes de dejarse romper.
Hoy trabajo como voluntaria en ese mismo hospital. Cada vez que un niño termina su tratamiento, pego el mismo cartel, con el mismo color, la misma forma.
Y cada vez que una madre me mira con los ojos rotos, yo le digo:
—A veces, ganar no es curarse. A veces, ganar… es irse en paz.
Y en lo más profundo de mi ser, donde aún me duele el alma, escucho su voz diciéndome:
—Gracias, mamá. Por dejarme creer. Por dejarme volar.
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