Bebe agua del inodoro, mamá, rioó el hijo. Pero Jesús le dio una lección

brutal. El sol de Tijuana caía como plomo derretido sobre el patio trasero

de la casa en la colonia Sánchez Taboada. 38 gr marcaba el termómetro

oxidado colgado en la pared de concreto despintado. Doña Lucía Herrera, de 72

años, tenía las manos arrugadas, sumergidas en el agua jabonosa de la

tina de la bar, tallando con fuerza la camisa manchada de grasa de motor que su

hijo había arrojado esa mañana en el canasto sin siquiera mirarla. Para eso

estás aquí, vieja”, había dicho Javier mientras salía hacia su taller mecánico.

“Para que sirvas de algo.” 30 años. 30 años. Lucía había vendido tamales en las

esquinas de la avenida Revolución, bajo el sol abrasador del verano y el frío

cortante del invierno. 30 años levantándose a las 4 de la mañana para

preparar la masa. 30 años cargando la olla de aluminio pesada como una cruz.

30 años escuchando a cuánto los tamales doñita, mientras sus pies se hinchaban

dentro de los zapatos gastados. Todo para que Javier pudiera estudiar, para

que tuviera una vida mejor que la de ella. Y ahora él ganaba 80,000 pesos al

mes en su taller mecánico, El Torpedo. Conducía una camioneta Rameva color

negro. cenaba carne asada los domingos y se reía con sus amigos mientras bebían

cerveza tecate en el patio delantero. Y ella, ella lavaba, cocinaba, barría,

trapeaba mientras él y su esposa Patricia la trataban como si fuera una empleada sin sueldo. Lucía sintió que la

garganta se le cerraba. La sed era insoportable. había comenzado a lavar a

las 2 de la tarde porque Patricia le había exigido que primero limpiara toda

la casa, preparara la comida y barriera el taller. Y ahora eran casi las 5. No

había probado agua desde el desayuno. Javier, gritó hacia la casa con la voz

rasposa. Hijo, por favor, tráeme un vaso de agua. Silencio. Solo las carcajadas

de los hombres en el patio delantero, el ruido de las fichas de dominó golpeando la mesa de plástico, el siseo de las

cervezas al abrirse. Javier volvió a gritar más fuerte esta vez, sintiendo

como el sudor le corría por la espalda, empapando su vestido floreado desteñido.

Por favor, agua. Esta vez sí hubo respuesta. Pasos pesados. La puerta de

Maya se abrió de golpe. Javier apareció en el umbral del patio con el rostro enrojecido por el alcohol, una tecate en

la mano, los ojos vidriosos. Detrás de él, tres de sus amigos lo seguían,

también borrachos, con sonrisas burlonas. ¿Qué quieres ahora, vieja?, preguntó Javier arrastrando las

palabras. Agua, hijo. Tengo mucha sed. Llevo 3 horas lavando y agua. La

interrumpió Javier y se volteó hacia sus amigos con una sonrisa cruel. Oyeron, muchachos. La reina quiere agua. Los

hombres rieron. Lucía sintió que el corazón se le encogía. Javier, por

favor, solo un vaso. Bebe agua del inodoro, mamá, gritó Javier. Y la risa

que soltó fue tan fuerte que casi se ahoga con su cerveza. Ahí hay agua y

está fresca. Sus amigos explotaron en carcajadas. Uno de ellos, un hombre

corpulento con tatuajes en los brazos, se dobló de la risa golpeando la pared.

“No Javier”, gritó entre risas. “Estás bien loco, cabrón. Es neta!”,

insistió Javier, acercándose a su madre con pasos tambaleantes. “¿Para qué te levanto si puedes ir al baño y beber del

inodoro?” O mejor”, señaló la manguera sucia enrollada en la esquina del patio,

aquella que usaban para lavar el carro y que siempre tenía residuos de tierra.

“Ahí tienes esa manguera.” Lucía sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.

su propio hijo, el niño que había cargado en brazos, al que había arrullado cuando tenía fiebre, al que

había alimentado con cada tamal vendido, cada peso ganado con el sudor de su

frente. Javier, soy tu madre y yo soy el que paga esta casa, rugió él, dando un

paso amenazante hacia ella. Tú comes de lo que yo gano, así que haces lo que yo

digo, y si te digo que bebas de la manguera, bebes de la manguera. Patricia

apareció en la puerta secándose las manos en el delantal. Lucía la miró con

súplica silenciosa, pero la mujer solo sonrió con desprecio. “Ya oíste a tu

hijo, doña Lucía”, dijo Patricia con voz dulzona y venenosa. No seas exigente. No

es un hotel cinco estrellas aquí. Las carcajadas de los hombres resonaron como

latigazos en el aire caliente. Javier volvió a la casa dando tumbos y sus

amigos lo siguieron palmoteándole la espalda, felicitándolo por su buen

chiste. Lucía se quedó sola en el patio, con las manos todavía mojadas, con el

alma rota en mil pedazos. miró la manguera enrollada en la esquina, la

manguera que usaban para lavar las llantas del carro, para enjuagar el piso lleno de aceite del taller, para regar

las plantas secas. Con las piernas temblando, caminó hacia ella, la desenrolló con dedos temblorosos, abrió

la llave y esperó a que saliera el agua. Primero salió marrón con olor a tierra y

moo. Esperó un poco más. El agua se aclaró apenas. Se llevó la boca de la

manguera a los labios y bebió. El agua sabía a plástico viejo, a tierra, a

humillación. Tragó de todos modos, porque la sed era un animal rabioso devorándole la garganta. Bebió hasta que

las náuseas le subieron del estómago. Luego dejó caer la manguera y volvió a la tina de lavar, con las lágrimas

corriendo silenciosas por sus mejillas arrugadas. Señor”, susurró mirando al

cielo que se teñía de naranja con el atardecer. “¿Por qué? ¿Por qué crié a un

hijo así? ¿Qué hice mal?” No hubo respuesta, solo el sonido de las risas

borrachas que llegaban desde el patio delantero. “Has pasado por el dolor de ser maltratado por alguien a quien amas.